Fue
ayer. Gente en la plaza vestida de domingo; niños de primera comunión; tracas
en algún lugar próximo; la terraza del bar, donde almorzábamos, llena; voces y
risas; besos y abrazos; las puertas de la iglesia abiertas de par en par;
música; las campanas repicando… Y todo bajo un cielo limpio y azul, con un sol radiante y un ambiente que ya empieza a
oler a otoño.
Sólo
las tristes mascarillas recordaban la visita del jinete…
Con
cierta prevención y un fondo de miedo que no me acabo de quitar de encima,
disfruté del momento que me pareció mágico. Aquello era algo cotidiano, hasta
que dejó de serlo, y ahora, al volver a vivir momentos así, tengo la extraña
sensación de despertar de una pesadilla, pero de despertar a medias, como esa
duermevela que hay a veces entre un sueño profundo y el despertar, y que parece
que no se vaya a acabar nunca.
Y me
vinieron a la memoria esas palabras de Vicente Aleixandre en su poema En la
plaza.
Era
una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un
olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un
gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su
gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Y era
el serpear que se movía
como
un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero
existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.
Un
único ser del que formo parte, la humanidad, no sé si desvalida, no sé si
poderosa, pero existente y perceptible, pero cubridora de la tierra…
¿Desvalida? ¿Poderosa? Después de todo lo
pasado, yo, como el poeta, tampoco lo sé. Lo que sí sé es que cubre la tierra y, quiera o no, mi destino está unido al suyo.
Os
invito a leer a continuación el poema completo que ya compartí en una entrada
en diciembre de 2015. Si queréis leerla, teclead en el buscador En la plaza.
Hermoso
es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,
sentirse
bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.
No es
bueno
quedarse
en la orilla
como
el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino
que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de
fluir y perderse,
encontrándose
en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita
extendido.
Como
ese que vive ahí, ignoro en qué piso,
y le
he visto bajar por unas escaleras
y
adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La
gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí,
¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con
temeroso
denuedo,
con
silenciosa humildad, allí él también
transcurría.
Era
una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un
olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un
gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su
gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Y era
el serpear que se movía
como
un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero
existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.
Allí
cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.
Cuando,
en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con
los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quisieras
algo preguntar a tu imagen,
no te
busques en el espejo,
en un
extinto diálogo en que no te oyes.
Baja,
baja despacio y búscate entre los otros.
Allí
están todos, y tú entre ellos.
Oh,
desnúdate y fúndete, y reconócete.
Entra
despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua,
introduce
primero sus pies en la espuma,
y
siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y
ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero
él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega completo.
Y allí
fuerte se reconoce, y se crece y se lanza,
y
avanza y levanta espumas, y salta y confía,
y
hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.
Así,
entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra
en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh
pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para
ser él también el unánime corazón que le alcanza.
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