La
muerte inesperada y repentina de la madre de una buena amiga nos ha conmovido a
todos. Poco podemos hacer en situaciones como esta, como no sea acompañar en
silencio y rezar.
Pero
siento la necesidad de algo más. Quiero compartir un texto al que he acudido
otras muchas veces en mi vida. Es de Víctor Manuel Arbeloa, y está en su libro "Cantos de fiesta y lucha" que tan importante ha sido en mi vida.
Con
todo nuestro respeto y nuestro cariño a Conchín, en su partida a la Casa del
Padre, a su familia y a sus amigos que tanto la van a echar de menos.
PREGÓN
PASCUAL EN FORMA DE HOMILÍA
Sobre
Hechos 10, 34, 37-43 y Juan 20, 1-9.
Amigos
y compañeros,
hermanos
en la fe de Jesucristo:
Si yo
tuviera una fe grande,
una fe
recia, como dicen que tenían
nuestros
ilustres antepasados,
o si
supiera que vosotros la teníais
a
prueba de cualquier desilusión,
de
cualquier desgaste de disgusto,
de
cualquier escándalo, más o menos farisaico,
o de
cualquier edad,
y de
cualquier cansancio de la vida,
tocaría
esta mañana la corneta
o el
tambor,
como
toca cuando hay bando de noticias importantes
el
formal y tan simpático alguacil de mi pueblo:
«Os
anuncio un gran gozo –os diría
con
voz aguardentosa o cantarina–,
una
buena, una inmensa noticia…
¿Sabéis
qué? Pues que Cristo, el Señor que había muerto,
que el
amigo colgado de tres clavos
ha
resucitado para siempre,
es
decir, en castellano:
que
Jesús, el Cristo, vive para siempre,
que
algo extraño y sublime sucedió tras su muerte
que
acabó con la muerte,
le
quitó el aguijón a la muerte,
que el
hombre no es un ser para la muerte,
que la
tumba tiene también su propia tumba,
que
Dios le arrancó del hoyo del olvido y la carroña,
que la
triste y hedionda corrupción no es definitiva,
que
podemos vivir, luchar, amar y enredarnos en los sueños,
sin
tanto miedo al camión oscuro,
al
cruel relámpago,
al
mazazo seco,
al
incendio súbito,
al
ahogo lento,
al
puñal maldito de la muerte».
Pero,
amigos, no es tampoco la hora de engañarse,
de
volver otra vez a las andadas,
de
refugiarnos de nuevo en la vieja cantinela
de un
Dios con minúscula,
de
magia,
poderoso
hechicero,
cómodo
tapahuecos,
santón
de vela y oración apresurada,
que
nos libra de pensar y de creer,
incluso
de vivir,
y que
se encarga, tan bueno y complaciente,
de
ponernos un día de patitas en el cielo.
Porque
Jesús ha muerto igual que cualquier hombre
y hay
que pasar, con él, por ese aro.
El
Cristo de la pascua, que vive junto al Padre,
tiene
aún y para siempre
la
marca de los clavos.
La
cruz seguirá siendo,
desgraciadamente
y para rato,
el
árbol donde el coche va a estrellarse
cuando
todos volvían tan contentos,
la
reja insoportable de los presos,
la
bala fratricida del fusil,
el
látigo legal o físico del amo,
el
sobre del despido,
el
número del código penal
que nos condena.
Pero
también, si somos fieles y sencillos,
la
bandera animosa,
la
dirección segura,
la
flecha de esperanza,
el
bastón de la vida
con
que Dios, nuestro amigo, nos conduce.
Seguimos
caminando, amigos, compañeros.
El
reino no ha venido aún del todo:
¡también
tenemos nosotros que traerlo!
Sí,
sí, sabemos que algún día
encajará
por fin lo que está desencajado,
será
explicable lo que ahora
nadie
explica,
las
cosas y personas estarán en su sitio
y todo
volverá a tener sentido.
¡Pero
cuánto habrá llovido en el barrio para entonces!
Nuestras
pobres alegrías entre tanto
no son
más que un estreno;
nuestro
amor,
un
besito tímido en la frente.
Y del
banquete,
del
que Jesús nos habla a cada paso,
no
tenemos aún
más
que unos pocos entremeses.
Lo
demás iremos preparando
uno a
uno y día a día,
todos
juntos,
lo más
rápido posible,
hasta
que todos
estemos
borrachos por la fiesta
chiflados
como novios,
y
locos de amistad y esperanza interminable
en la
mesa redonda y siempre puesta
del
reino de los cielos.
NOTA.
El
texto es más largo aún, pero me ha parecido oportuno acortarlo un poco.
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