Como
tantas otras imágenes que estos días estamos viendo, hubo una que me recordó un
largo y tristísimo poema de Dámaso Alonso, publicado en su libro Hijos de la
ira. Se titula Mujer con alcuza.
La
imagen fue la de una mujer que dibujaba un corazón en la ventanilla empañada del tren en
el que se iba, y ponía la mano en él. En el andén quedaba su
marido, que marchaba a la guerra.
La
situación es de un dolor tan brutal, que las palabras quedan fuera de lugar.
Viendo aquello, solo cabe el silencio, y quizá dejar que ese nudo que se te
hace en la garganta se deshaga en llanto. Un llanto de pena, rabia,
indignación, impotencia… Y hacer lo que esté en nuestras manos, por poco que
sea, por aquella gente.
Y si
uno es creyente, además rezar. Elevarle a Dios un grito lleno de esa pena, esa rabia, esa impotencia, esa indignación…
Preguntarle por qué. Gritarle por qué.
El
poema del que he empezado hablando es, como he dicho, muy largo. Os invito a
que lo leáis con calma. Es muy triste, angustioso incluso, pero nos acercará al
alma de aquella mujer del tren, al alma de tantas y tantas personas que a lo
largo de la historia han sufrido en sus vidas el “bestial topetazo de la
injusticia absoluta”.
Podemos
mirar a otra parte, esconder la cabeza bajo el ala. Pero la realidad está ahí, el mal está ahí. Y
quizá algo que sí podemos hacer es mirarle cara a cara, y buscar en ese
dolor que nos infringe la fuerza necesaria para pelear por un mundo mejor,
donde las únicas armas sean las palabras, y la vida, la dignidad y la libertad
de todas las personas sea algo sagrado.
Aquí
tenéis el poema.
¿Adónde
va esa mujer,
arrastrándose
por la acera,
ahora
que ya es casi de noche,
con la
alcuza en la mano?
Acercaos:
no nos ve.
Yo no
sé qué es más gris,
si el
acero frío de sus ojos,
si el
gris desvaído de ese chal
con el
que se envuelve el cuello y la cabeza,
o si
el paisaje desolado de su alma.
Va
despacio, arrastrando los pies,
desgastando
suela, desgastando losa,
pero
llevada
por un
terror
oscuro,
por
una voluntad
de
esquivar algo horrible.
Sí,
estamos equivocados.
Esta
mujer no avanza por la acera
de
esta ciudad,
esta
mujer va por un campo yerto,
entre
zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes,
y
tristes caballones,
de
humana dimensión, de tierra removida,
de
tierra
que ya
no cabe en el hoyo de donde se sacó,
entre
abismales pozos sombríos,
y
turbias simas súbitas,
llenas
de barro y agua fangosa y sudarios harapientos del color de la desesperanza.
Oh sí,
la conozco.
Esta
mujer yo la conozco: ha venido en un tren,
en un
tren muy largo;
ha
viajado durante muchos días
y
durante muchas noches:
unas
veces nevaba y hacía mucho frío,
otras
veces lucía el sol y sacudía el viento
arbustos
juveniles
en los
campos en donde incesantemente estallan extrañas flores encendidas.
Y ella
ha viajado y ha viajado,
mareada
por el ruido de la conversación,
por el
traqueteo de las ruedas
y por
el humo, por el olor a nicotina rancia.
¡Oh!:
noches
y días,
días y
noches,
noches
y días,
días y
noches,
y
muchos, muchos días,
y
muchas, muchas noches.
Pero
el horrible tren ha ido parando
en
tantas estaciones diferentes,
que
ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,
ni los
sitios,
ni las
épocas.
Ella
recuerda
sólo
que en
todas hacía frío,
que en
todas estaba oscuro,
y que
al partir, al arrancar el tren
ha
comprendido siempre
cuán
bestial es el topetazo de la injusticia absoluta,
ha
sentido siempre
una
tristeza que era como un ciempiés monstruoso que le colgara de la mejilla,
como
si con el arrancar del tren le arrancaran el alma,
como
si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables margaritas, blancas cual
su alegría infantil en la fiesta del pueblo,
como
si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios y esa voluntad de
minutos en sucesión que llamamos vivir.
Pero
las lúgubres estaciones se alejaban,
y ella
se asomaba frenética a las ventanillas,
gritando
y retorciéndose,
solo
para
ver alejarse en la infinita llanura
eso,
una solitaria estación,
un
lugar
señalado
en las tres dimensiones del gran espacio cósmico
por
una cruz
bajo
las estrellas.
Y por
fin se ha dormido,
sí, ha
dormitado en la sombra,
arrullada
por un fondo de lejanas conversaciones,
por
gritos ahogados y empañadas risas,
como
de gentes que hablaran a través de mantas bien espesas,
sólo
rasgadas de improviso
por
lloros de niños que se despiertan mojados a la media noche,
o por
cortantes chillidos de mozas a las que en los túneles les pellizcan las nalgas,
...aún
mareada por el humo del tabaco.
Y ha
viajado noches y días,
sí,
muchos días,
y
muchas noches.
Siempre
parando en estaciones diferentes,
siempre
con una ansia turbia, de bajar ella también, de quedarse ella también,
ay,
para
siempre partir de nuevo con el alma desgarrada,
para
siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables.
...No
ha sabido cómo.
Su
sueño era cada vez más profundo,
iban
cesando,
casi
habían cesado por fin los ruidos a su alrededor:
sólo
alguna vez una risa como un puñal que brilla un instante en las sombras,
algún
cuchillo como un limón agrio que pone amarilla un momento la noche.
Y
luego nada.
Solo
la velocidad,
solo
el traqueteo de maderas y hierro
del
tren,
solo
el ruido del tren.
Y esta
mujer se ha despertado en la noche,
y
estaba sola,
y ha
mirado a su alrededor,
y
estaba sola,
y ha
comenzado a correr por los pasillos del tren,
de un
vagón a otro,
y
estaba sola,
y ha
buscado al revisor, a los mozos del tren,
a
algún empleado,
a
algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,
y
estaba sola,
y ha
gritado en la oscuridad,
y
estaba sola,
y ha
preguntado en la oscuridad,
y
estaba sola,
y ha preguntado
quién
conducía,
quién
movía aquel horrible tren.
Y no
le ha contestado nadie,
porque
estaba sola,
porque
estaba sola.
Y ha
seguido días y días,
loca,
frenética,
en el
enorme tren vacío,
donde
no va nadie,
que no
conduce nadie.
...Y
esa es la terrible,
la
estúpida fuerza sin pupilas,
que
aún hace que esa mujer
avance
y avance por la acera,
desgastando
la suela de sus viejos zapatones,
desgastando
las losas,
entre
zanjas abiertas a un lado y otro,
entre
caballones de tierra,
de dos
metros de longitud,
con
ese tamaño preciso
de
nuestra ternura de cuerpos humanos.
Ah,
por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una semidiosa, su
alcuza),
abriendo
con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita,
como
si caminara surcando un trigal en granazón,
sí,
como si fuera surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces, o una nebulosa
de cruces,
de
cercanas cruces,
de
cruces lejanas.
Ella,
en
este crepúsculo que cada vez se ensombrece más,
se
inclina,
va
curvada como un signo de interrogación,
con la
espina dorsal arqueada
sobre
el suelo.
¿Es que se asoma por el marco de su propio
cuerpo de madera,
como
si se asomara por la ventanilla
de un
tren,
al ver
alejarse la estación anónima
en que
se debía haber quedado?
¿Es que le pesan, es que le cuelgan del
cerebro
sus
recuerdos de tierra en putrefacción,
y se
le tensan tirantes cables invisibles
desde
sus tumbas diseminadas?
¿O es que como esos almendros
que en
el verano estuvieron cargados de demasiada fruta,
conserva
aún en el invierno el tierno vicio,
guarda
aún el dulce álabe
de la
cargazón y de la compañía,
en sus
tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan los pájaros?
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