En
esta segunda entrada dedicada al papa Francisco comparto este dibujo que expresa
con una claridad diáfana lo que esa mañana del lunes de Pascua tuvo que suceder
más allá del tiempo y el espacio, en esa realidad absolutamente trascendente en
la que él creía y en la que esperaba, porque como escribe en su autobiografía
hemos nacido para no morir nunca, para la vida, para la luz.
Casi
desde el principio de su pontificado vi que iba a abrir muchas ventanas para
que corriera el aire limpio y fresco del Espíritu; muchas puertas, para que
entraran en la Iglesia tantas y tantas personas que caminan como ovejas sin
pastor, y también para esas otras a las que en muchas ocasiones, miembros de
esa misma Iglesia, que no la Iglesia, han tratado como lo harían los pastores asalariados que huyen o se refugian
en su choza cuando se desata la tempestad o vienen los lobos.
Y
hasta su última Semana Santa, hasta su último día, ha seguido haciéndolo,
abriendo puertas y ventanas.
También
sabía que tendría enemigos, muchos, como los tuvo Jesús. No podía ser de otra
forma. Y que los enemigos más dolorosos serían para él los de dentro. Los que
hablan de obediencia al Papa cuando el Papa dice lo que a ellos les gusta que
diga.
Estoy
seguro que ese Jesús que le abraza en las puertas del Reino de la Luz y de la Vida,
le habrá dado fuerzas para soportar con alegría y con paz las terribles
tensiones a las que habrá estado sometido durante estos doce años.
A mí
se me quedó al principio una muy viva sensación de orfandad. El saber que
estaba ahí, yendo y viniendo de aquí para allá, escribiendo, hablando,
actuando, me daba paz. Me trasmitía alegría ver cómo iluminaba la realidad del
mundo, tan a menudo trágica, con la luz de un Evangelio limpio de polvo y paja.
Y avivaba mi esperanza, siempre frágil, en que, pase lo que pase, lo mejor está
por venir.
Pero
me he dado cuenta estos días, en mis excursiones por las montañas, de algo
hermoso y reconfortante. Puedo ahora dirigirme a él en la oración. Ese Dios de
misericordia del que tanto hablaba y del que se fiaba ciegamente, por esa misma
misericordia, lo habrá llevado consigo a ese Cielo nuevo y a esa Tierra nueva
por el que entregó su vida aquí, entre nosotros y para nosotros.
Por lo
que ha significado su vida para la Iglesia, para el mundo y para mí, es una
inmensa gratitud lo que ahora siento. Por eso, acabaré esta segunda entrada a
él dedicada como acabé la primera. Diciéndole gracias, gracias, gracias.
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