En
1950 publica Blas de Otero su libro de poemas Ángel fieramente humano. En él
está este breve pero impresionante poema que ha sido siempre para mí una de las
más acertadas descripciones de lo que es el ser humano, el hombre. Y así lo
titula, hombre.
Luchando, cuerpo a cuerpo, con
la muerte,
al borde del abismo, estoy
clamando
a Dios. Y su silencio,
retumbando,
ahoga mi voz en el vacío
inerte.
Oh Dios. Si he de morir,
quiero tenerte
despierto. Y, noche a noche,
no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy
hablando
solo. Arañando sombras para
verte.
Alzo la mano, y tú me la
cercenas.
Abro los ojos: me los sajas
vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven
tus arenas.
Esto es ser hombre: horror a
manos llenas.
Ser -y no ser- eternos,
fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de
cadenas!
Es un
poema duro, durísimo. Y además muy claro. Es en realidad una oración
desesperada y desesperanzada. Un diálogo del autor con Dios, eso es orar, en el
que, desde lo más hondo de su ser, desde su sufrimiento, clama, le llama,
grita, y encuentra el silencio como respuesta.
Las
palabras duras se prodigan en el poema llenándolo de esa carga que destila
sufrimiento. Lucha, muerte, abismo, vacío, arañando, sombra, solo, noche,
cercenar, sajar, horror…
El
silencio de Dios ante el mal en el mundo es un tema profusamente tratado en la
literatura. Y no es de extrañar, pues es la gran pregunta de todo creyente, y
Blas de Otero tuvo siempre una gran inquietud religiosa y una profunda
preocupación por el hombre y el sentido de la vida.
Pero
lo que siempre me ha impactado de este poema es la preciosa e impresionante
metáfora con la que concluye. ¿Qué es ser hombre? Horror a manos llenas, dice.
Una tensión brutal y constante entre ser y no ser, entre vida y muerte.
Y
concluye, el hombre es un ángel, con grandes alas de cadenas. Imagen rotunda y
clarificadora de la condición humana. Ángel, sí, pero con grandes alas de
cadenas. Una contradicción esencial que solo desde la fe puede encontrar un sentido.