Llegué
ayer a un pueblo en el que había un solo bar restaurante abierto. Lo había
averiguado previamente por internet. Era la hora de comer y el almuerzo había
quedado lejos. Además unas cuantas horitas de marcha habían dejado el apetito
en su punto.
Entré.
No había nadie. Salió entonces una señora que me sorprendió agradablemente por
su extraordinaria amabilidad. A la pregunta de si podía comer algo me respondió
que lo sentía, pero que no tenían menú, porque entre semana va muy poca gente o
nadie a comer, pero que me podía hacer un plato combinado.
Estupendo,
le dije, con eso tengo más que suficiente. Lomo, ternera, embutido, ensalada,
patatas, huevos… Dos cortadas de lomo con un par de huevos y patatas fritas fue
el plato elegido.
Me
senté en un rinconcito del amplio comedor mientras me preparaba la comida. Pero
aún no me había aposentado cuando salió de la cocina y me dijo si quería antes
un poco de tomate con aceitunas. El tomate, por cierto, estaba buenísimo, de
esos que saben a tomate. Con una buena cerveza, siempre bienvenida tras un rato
de marcha, empecé así una agradable, sencilla y deliciosa comida.
La
señora en cuestión, siempre con la sonrisa en la boca, canturreaba quedamente,
mientras iba de aquí para allá, preguntándome, de vez en cuando, si todo estaba
bien o quería algo más.
Continué
la excursión pensando qué bonito es cuando te encuentras con alguien amable,
que hace bien su trabajo y encima te regala alegría. A esta señora, que por
cierto cojeaba, se le veía feliz en lo suyo. Y puedo decir que lo hizo muy
bien. Quizá por eso, porque estaba feliz en lo suyo.
Así es
como comí ayer. Una comida de lo más normalita y de lo más agradable. Nada
exótico, alternativo, sofisticado, rompedor, atrevido, extremo. Nada reseñable,
pero por eso mismo, desde mi punto de vista, muy digno de ser compartido en el blog.
Porque
es bueno. Sencillamente bueno.
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