Tenemos
un amigo que lleva ya largos meses de hospital, y aunque va avanzando mucho,
los días pesan, y no poco a veces. Por eso nos ha sorprendido muy
agradablemente algo que sucedió ayer por la noche.
Sí,
ayer por la noche. La noche de Jalobuin.
A las
doce pasan las enfermeras por las habitaciones para la última visita del día,
ver cómo están los enfermos y administrarles las medicaciones pertinentes.
Nuestro
amigo estaba aún despierto, esperando la acostumbrada visita, cuando quien
entró en la habitación fueron tres fantasmas. La sorpresa de él y su compañero
de habitación fue mayúscula, y la risa inevitable. Averiguar quién se escondía
detrás de las sábanas fue la siguiente tarea a la que se dedicaron con buen
humor.
Está
claro que no en todas las habitaciones pueden hacer esto, depende del enfermo y
del estado del enfermo. Pero en la de nuestro amigo juzgaron que sí podían
hacerlo, y acertaron de pleno.
Estas
enfermeras estaban haciendo mucho más que su trabajo, estaban encendiendo luz
en la oscuridad. Estaban, mira por dónde, dignificando la noche de Jalobuin,
dándole sentido, el mayor de los sentidos. Aprovecharla para llevar alegría
donde no hay mucha, o nada; hacer saltar la liberadora risa donde no es fácil
encontrarla.
Quizá,
sin ellas saberlo, estaban colmando del mensaje del Evangelio la hueca y
absurda noche de Jalobuin.
¡Qué
bonito! ¿Verdad? ¡Qué bonito!
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