Había
llovido bien, y la humedad y el viento daban una sensación de frío que, aunque
no era tal, hacía que te abrigaras. Pese a eso había decidido salir todo el día
y hacer una excursión tierra adentro, donde sí llueve; y no me equivoqué.
La
mañana, gris y ventosa, era desapacible. Llegué a la aldea temprano. Me
recibieron las cenizas de la hoguera de san Antonio; no había nadie en la
calle. Busqué el bar, al que no había ido nunca, para almorzar antes de la
marcha.
Fue
una delicia. Nada más entrar me resultó grato y acogedor. No era muy grande,
pero estaba muy limpio y ordenado. En cada una de las seis o siete mesas de
madera rústica esperaban un platito con aceitunas, uno con cacahuetes y unas
guindillas.
Una
señora, muy amable, me recibió y me dijo que me sentara donde quisiera. Lo hice
en un rinconcito desde el que veía casi todo el establecimiento. Almorzaban dos
trabajadores con mono azul y tres abueletes, dos juntos y el otro en mesa
aparte. Pero la separación por mesas era puramente circunstancial, pues la
conversación era entre todos.
Me
encantan estas situaciones. Mientras daba cuenta de un exquisito almuerzo,
servido con una rapidez asombrosa, escuchaba y miraba. La señora del bar iba de
una mesa a otra charlando y atendiendo a los comensales. Se habló de todo y de
nada. De lo cotidiano de una aldea perdida en las montañas.
De la
reforma de una vivienda que se eternizaba, de la hija que sin salir de casa se
cambia de ropa varias veces al día, del colesterol de unos, del azúcar de
otros, de alguien que enfermó pero ya está bien, de la carne y el embutido que
asaron en la hoguera de san Antonio, de los tres carajillos de uno de los
abueletes…
En un
momento determinado salió el cocinero. Un chaval joven, tatuado y melenudo que,
por cómo almorcé y la carta que tienen, debe ser muy bueno en su oficio. Se
puso a trastear con un portátil que había a un lado de la barra. No habló
mucho, pero se notaba que escuchaba y sonreía de vez en cuando.
Se
fueron primero los trabajadores porque “alguien ha de levantar el país”; el que
estaba sentado solo, marchó, tras despedirse, a “contar pinos”. Decía que unos
días los cuenta de derecha a izquierda y otros de izquierda a derecha. Allí se
quedó la pareja con sus carajillos.
Le
hice saber a la señora lo bueno que había estado el almuerzo y tras pagar, nueve
euros, salí a la calle donde seguía el viento y el cielo gris. Pero también
donde había charcos en las calles mojadas. ¡Cuánto tiempo sin ver esto!
Tras
nueve horas largas de marcha por parajes extraordinarios, pinares, paredes,
cañones, agua, regresé al pueblo ya de noche cerrada. La aldea, solitaria,
seguía castigada por el viento y hacía frío, aunque no el que debería. Es
bonito llegar a la luz del pueblo cuando llevas horas de oscuridad en el monte.
Y
pensé en el almuerzo. En la gente que tiene la iniciativa de abrir un bar
restaurante en una aldea minúscula y perdida, y hacerlo bien, muy bien; en cómo
esto les devuelve la vida a sus 53 habitantes; ¿dónde estaría la gente que vi
allí si no lo hubieran abierto?
Pensé
también en el privilegio de poder disfrutar, antes de la marcha, un día
cualquiera entre semana, de alguno de los baretes de nuestros pueblos y aldeas,
y sumergirte en el encanto discreto de lo cotidiano, de la vida sencilla y tranquila,
mientras almuerzas, viendo pasar el tiempo en paz y sosiego.
Es
otra forma de vivir.
129 días sin llover. Solo 11 litros.