Nieva
abundantemente en los Pirineos y la verdad es que, viendo las imágenes que
corren por doquier, bien a gusto estaríamos allí ahora, aislados en cualquier
refugio, con buena comida, calefacción y cama, durante unos días. No nos
supondría ningún problema. Sí que fue un problema una nevada que nos sorprendió
hace ya años.
Abril,
Pascua. No recuerdo el año exactamente. Estábamos acampados en el valle de Conangles, a
unos 1900 metros de altitud, situado a la derecha de la boca sur del túnel de
Viella según se sube.
Éramos
cuatro, Isabel, Álex, Rubén y yo. Dos tiendas. El sábado por la tarde bajamos a
Viella, a comprar comida y ver el parte meteorológico. Indicaba nevadas débiles
para el domingo.
Después
de cenar, si no recuerdo mal en el “Era puma”, aparcamos el coche en el
hospital de Viella y subimos a la tiendas. Nevaba débilmente… hasta que dejó de
nevar débilmente.
Se
montó la de San Quintín. Una intensa nevada, acompañada de un viento fortísimo
se adueñó de la noche. No nos oíamos de tienda a tienda. Dormimos poco y mal.
Por la
mañana seguía nevando, aunque con menos viento. Vimos que la tienda de Alex y
Rubén no había resistido y se hundió, pero ellos, duros espartanos, siguieron
acurrucados bajo la lona bien nevada. La nuestra resistió bien.
Era
evidente que había que bajar y pronto. Aquello fue una evacuación en la que
dimos por perdidos algunos objetos que quedaron cubiertos por el espeso manto
de nieve. La nevada, ya sin viento, lejos de amainar se intensificaba.
El
camino al coche, que en condiciones normales costaba una media hora larga, nos costó casi cuatro. Llegó un momento en el que la nieve nos llegaba a la cintura, y
era muy difícil seguir por el camino. Entonces decidimos dejarnos caer como
pudiéramos por las laderas del Sarraera occidental que bajaban a la carretera.
Aunque nada se veía, nos orientábamos por la quitanieves que intentaba mantener
abiertos los accesos al túnel.
Al fin
llegamos. La nieve llegaba a la altura del maletero del coche. Imposible bajar
a la carretera. Había más gente, claro. Pedimos a la quitanieves que nos
abriera el camino para poder bajar, pero nos dijeron textualmente “ustedes ya
están rescatados; hay mucha gente por ahí en peor situación”.
Entonces,
entre todos los que allí estábamos, con lo que tuvimos a mano, los tapacubos de
los coches, una pala y otros objetos, fuimos abriendo camino lentamente. Y
cuando ya parecía que íbamos a poder salir, ¡sorpresa! El coche no arrancaba. Y
no arrancó, no señor.
A
esperar que abrieran la carretera por la cara norte. Por fin, ya por la tarde,
casi de noche, nos bajaron amablemente a Viella que, dicho sea de paso, estaba
“patas parriba”. Avisamos al seguro y nos dijeron que el coche lo “rescatarían”
el lunes pero que no estaría al menos hasta el martes, pues el lunes era
festivo.
Cuando
por fin, ya de noche, entramos a un hotel nos dijeron, ¿ustedes son de los
rescatados? La respuesta fue, no, somos de los autorescatados. Y entonces, en
el calorcillo de la habitación caímos en la cuenta de que llevábamos todo el
día, desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche sin comer, sin
beber nada, sin orinar siquiera. El cuerpo, sabio, se dedicó a garantizar su
supervivencia. Todo lo demás era secundario.
¿Cómo
expresar lo que sentimos al ducharnos con agua calentita? ¿Y al beber agua?
¿Qué palabras puedo usar para describir las sensaciones que nos produjo la cena
en el restaurante del hotel? Aquella olla aranesa aún está en mi alma
gastronómica. Y el filete de ternera. Y el carajillito.
Después,
la cama. Una cama cómoda y limpia. Los cristales empañados. El calorcillo
agradable de la habitación. Un sueño reparador, esa vez, desde luego, bien
merecido, muy bien merecido.
Fuera
aún nevaba. ¡Qué recuerdos!
NOTA:
La foto que encabeza la entrada está hecha en el mismo lugar donde estábamos
acampados, pero no es la de aquel viaje. En aquella ocasión nevó mucho más. El
proceso de digitalización de las diapositivas aún no ha llegado a este viaje,
aunque la verdad es no recuerdo haber hecho ninguna foto aquel día.
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