Llueve,
nieva, sopla un viento frío, incluso truena de vez en cuando. Todo un temporal
de invierno. Un temporal de esos que lo ponen todo “patas parriba” pero que
tanto bien hace al monte.
En días como estos, a mí al menos, me apetece sentarme junto a la estufa, y
leer escuchando la lluvia en el patio. Y como he podido lo he hecho, después de
escaparme por pelos de una intensa nevada que me ha pillado por la sierra
Martés.
Y he
leído un poema de Antonio Machado, el CXIII/5 de Campos de Soria. Es un poema que
siempre me gustó. El cuadro que, de modo magistral, el poeta nos dibuja es
tristísimo, desolador. He pensado en él hoy, cuando regresando a casa por la
carretera totalmente nevada, zarandeado el coche por la ventisca, veía los
campos blancos y solitarios.
No
hacen falta comentarios. Es claro, directo. Sólo hay que leerlo despacio y ver
con los ojos del alma, que también los tiene, el magnífico lienzo que nos
regala el poeta.
La nieve. En el mesón al campo abierto
se ve el hogar donde la leña humea
y la olla al hervir borbollonea.
El cierzo corre por el campo yerto,
alborotando en blancos torbellinos
la nieve silenciosa.
La nieve sobre el campo y los caminos,
cayendo está como sobre una fosa.
Un viejo acurrucado tiembla y tose
cerca del fuego; su mechón de lana
la vieja hila, y una niña cose
verde ribete a su estameña grana.
Padres los viejos son de un arriero
que caminó sobre la blanca tierra,
y una noche perdió ruta y sendero,
y se enterró en las nieves de la sierra.
En torno al fuego hay un lugar vacío
y en la frente del viejo, de hosco ceño,
como un tachón sombrío
—tal el golpe de un hacha sobre un leño—.
La vieja mira al campo, cual si oyera
pasos sobre la nieve. Nadie pasa.
Desierta la vecina carretera,
desierto el campo en torno de la casa.
La niña piensa que en los verdes prados
ha de correr con otras doncellitas
en los días azules y dorados,
cuando crecen las blancas margaritas.
¡¡Feliz
temporal!!
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