Caminaba
esta tarde por el monte, solo. Ya se había puesto el sol. El pinar, cada vez más
oscuro y en silencio, entraba en la noche, una noche que será fría y húmeda. A
la derecha de la vereda, las últimas luces de un crepúsculo grana se iban
apagando a poniente. A la izquierda, entre, los pinos, ascendía la luna, casi
llena, empezando a proyectar sombras inquietantes. Al frente, en el cielo alto,
justo sobre el camino, el lucero del alba y del ocaso, brillaba en el cielo
limpio. Ha sido una tarde muy hermosa.
Andaba
conmigo, sin miedo, en paz. Y pensaba en que hoy mismo, en la clase de
filosofía, hablaba con mis alumnos de Agustín de Hipona, y de la importancia
que el santo daba al hecho de ser capaces de entrar dentro de nosotros mismos,
aunque sea de vez en cuando. Y decíamos también que para ello, primero hay que
buscar la soledad y en ella hacer el silencio.
¡Y qué
mejor sitio que la naturaleza para ello! La naturaleza, en soledad buscada, nos
ayuda a entrar en lo más hondo de cada uno de nosotros, donde como decía san
Agustín, está la huella de Dios, como también lo está en su propia belleza, a
veces discreta, a veces deslumbrante.
Reconozco
pues que, lo que he hecho hoy, como otras veces, es una bendición y un
privilegio.
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