Creo
que este texto es de Víctor Manuel Arbeloa, de quien ya he compartido otros. Lo
tenía en el ordenador desde las semanas más duras y oscuras del confinamiento,
y no me he decidido a publicarlo en el blog hasta hoy.
Sí,
hoy, el día del homenaje de estado a las víctimas, puede ser un buen momento
para hacerlo. No es nada ortodoxo. A alguien incluso le puede escandalizar,
pero creo que aporta algo muy serio, muy necesario pero quizá duro y difícil de
entender y de asumir.
Se
titula Dios y el mal.
Dios no puede alegrarse con el mal.
No.
Dios no sabe
qué hacer con él.
Consulta con los hombres día a día,
los anima a buscarlo y perseguirlo,
a cazarlo a tiro limpio por todos los rincones
de nuestra corta vida dolorosa.
En vano le pedimos, ilusos de nosotros,
que aleje nuestros males,
que alivie nuestras llagas
que brotan implacables lo mismo que la hierba sobre el
campo.
No, amigos y hermanos en el duro dolor de cada hora,
Dios no tiene la llave misteriosa.
Dios no puede ayudarnos en seguida,
ni recoger el ancho y gris paraguas de la lluvia,
ni acuchillar la panza de las nubes,
ni detener el furor del terremoto
ni aprisionar el cáncer que ronda a nuestra puerta.
Dios no sabe qué hacer con tanto grito,
con tanta angustia loca,
con tanta maldición, con tanto
espanto oscuro,
con tanta sangre helada.
Dios no quiere el dolor. Pero no puede
–comprendámoslo, amigos optimistas–
hacer algo más que lo que hace.
No hagamos, pues, sufrir a Dios con tanta queja,
con tanto aullido feroz de bestia herida,
con tanto llanto alzado como espada
amenazando a un cielo torvo e inclemente.
Me da miedo que Dios se vuelva un día loco
de oírnos gritar tanto, o que se apaguen
sus grandes ojos limpios con las lágrimas
que le hacemos llorar cuando lloramos.
Y si llamamos a Dios en nuestras penas
vamos sólo a tenerlo a nuestro lado,
y, a lo sumo, amigos,
a lo sumo,
gritar y llorar juntos,
juntos,
juntos.
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