Este
poema de Juan Ramón Jiménez, largo pero fácil de leer, vuelve una vez más sobre
el tema de la infancia, y de un modo especial sobre la infancia desfavorecida.
El mismo título, El niño pobre, lo
dice todo.
Os aconsejo que lo leáis sin más comentario, y después del mío, volvedlo a leer. Es muy bonito y muy triste.
Le han
puesto al niño un vestido
absurdo,
loco, ridículo;
le
está largo y corto; gritos
de colores le han prendido
por todas partes. Y el niño
se mira, se toca, erguido.
Todo le hace reír al mico,
las manos en los bolsillos...
La hermana le dice –pico
de gorrión, rizos lindos
los ojos, manos y rizos
en el roto espejo–: «¡Hijo,
pareces un niño rico…!».
Vibra el sol. Ronca, dormido,
el pueblo en paz. Solo el niño
viene y va con su vestido...
viene y va con su vestido...
En la feria, están caídos
los gallardetes. Pititos
en zaguanes... Cuando el niño
entra en casa, en un suspiro
le chilla la madre: «¡Hijo
–y él
la mira calladito,
meciendo, hambriento y sumiso,
los pies en la silla–, hijo,
pareces
un niño rico...!».
Campanas. Las cinco. Lírico
sol. Colgaduras y cirios.
Viento fragante del río.
La
procesión. ¡Oh, qué idílico
rumor de platas y vidrios!
¡Relicarios con el brillo
de ocaso en su seno místico!
...El niño, entre el vocerío,
se toca, se mira... «¡Hijo,
le
dice el padre bebido
–una
lágrima en el limo
del ojuelo, flor de vicio–,
pareces un niño rico...!».
La tarde cae. Malvas de oro
endulzan
la torre. Pitos
despiertos.
Los farolillos,
aún
los cohetes con sol vivo,
se mecen medio encendidos.
Por la
plaza, de las manos,
bien
lavados, trajes limpios,
vienen
ya los niños ricos.
El
niño se les arrima,
y,
radiante y decidido,
les dice en la cara: «¡Ea,
yo
parezco un niño rico!»
Nos
habla de un niño pobre al que han vestido, para las fiestas del pueblo, con lo
que tienen en casa. El resultado es loco,
ridículo. Diríamos que es un
fantoche, un esperpento. Pero el niño está contento con su vestido de fiesta, de
niño rico.
En la
primera estrofa nos cuenta cómo lo visten, y frente al espejo roto, su hermana
le dice, hijo, pareces un niño rico.
Él está feliz. Se ríe, se yergue, se toca.
En la
segunda se adivina que el niño ha salido a la calle con su vestido. A
estrenarlo. A exhibirlo. Es mediodía, no hay nadie. Y cuando vuelve a casa,
hambriento, ¡quién sabe qué comerá!, es su madre la que le dice, le grita, hijo, pareces un niño rico.
En la
tercera, cae la tarde, la procesión, ya las calles se llenan de gente, y es entonces
cuando el padre, bebido, se lo encuentra en el bullicio de la fiesta, y le dice
también, hijo, pareces un niño rico.
En la
cuarta, tras la procesión queda el ambiente de día grande, cohetes, farolillos,
gente bien vestida y se encuentra entonces con los niños ricos. Y el niño
pobre, radiante, decidido, diríamos feliz, se les arrima y les dice, «¡Ea, yo parezco un niño rico!»
No
hace falta una quinta estrofa, ¿verdad? Queda en el aire, escrita en el aire, tan
cierta y tan triste como si estuviera escrita en papel. Grandeza de la
literatura que habla a menudo más allá de las palabras.
Es este magnífico poema una auténtica obra de arte. Nos pinta con palabras un cuadro perfecto. Observad en las tres primeras estrofas una palabra clave en cada una. Roto, el espejo. Hambriento, el niño. Bebido, el padre. No son palabras puestas al azar. Cada palabra es como una certera pincelada.
Como
en la última. No dice soy, dice parezco. Él lo sabe, la realidad se impone
dura, cruel, más allá de la ilusión. Pero en ese momento, el niño vive la
ilusión. A fin de cuentas es un niño, y solo ellos son capaces de, aun
conociendo y sufriendo la realidad, elevarse sobre ella a ese mundo ideal vedado
a los adultos.
Para
muchos, demasiados, es su única forma de sobrevivir.

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