Una
reciente noticia me ha hecho, una vez más, sentir el paso del tiempo. Los Baños
de Benasque han cerrado por un informe de sanidad entre otros. Y me ha dado
pena.
Es
cierto que estaban ya muy viejos, que no se invertía en ellos desde hace muchos
años, y que el dinero que hace falta para hacerlos hoy en día competitivos es
mucho. Todo esto es cierto. Dicen que intentarán mantener abiertos los baños,
sólo los baños. Ya veremos.
Para
los que desde siempre hemos recorrido el valle de Benasque y nos hemos sentido
allí como en casa, o mejor, los Baños han sido todo un símbolo. Un chapuzón en
la piscina calentita mientras fuera llueve, una cervecita en el bar o un
bocadillo contemplando el valle y las montañas desde los ventanales…
¡Cuántas
veces, después de unos días montaña tan duros como maravillosos, acabábamos en
la piscina antes de bajar al pueblo a cenar para celebrarlos!
El
paso del tiempo.
Uno de
los momentos más increíbles de los muchos que allí viví ya lo compartí en el
blog el 30 de junio del 2014, y voy a volver a hacerlo ahora a modo de homenaje
a aquel rincón del Pirineo que ya es recuerdo.
Hay
ocasiones en la vida en que sin previo aviso todo coincide para que gocemos de
un momento, a menudo fugaz pero inolvidable, un momento de esos que dan al
hecho de vivir una profundidad y un sentido que demasiadas veces perdemos
envueltos en las nieblas cotidianas.
Estábamos,
hace ya muchos años, mi amigo Vicente y yo, acampados en el Pla de los Baños.
Fue aquel un mes de julio especialmente tormentoso y fresco, a veces frío. ¡Qué
bendición!
Una
tarde, la tormenta diaria que nos había dejado el tiempo justo de hacer cima y
bajar corriendo, fue especialmente violenta, así que decidimos subir a cenar al
barete de los Baños.
Desde
los ventanales, abiertos al espacio, de aquel vetusto y entrañable edificio,
veíamos las densas cortinas de agua caer sobre el valle difuminando sus
contornos.
Cenamos
en el bar, en amable conversación, muy a gusto, y ya tarde, un abuelete de los
que estaban hospedados en el balneario y tomaban copitas mientras charlaban
después de cenar, empezó a cantar, con bien modulada y potente voz, una jota
aragonesa.
Fue el
primero. Luego siguió otro y otro. Las jotas y los aplausos se mezclaron con
los truenos que perseveraban con insistencia. A la luz de los relámpagos
veíamos cómo, al avanzar la noche, se intensificaba la lluvia.
Y allí
dentro seguían cantando, aplaudiendo cada jota, y animándose entre ellos, como
si los truenos, los relámpagos y la lluvia, ya torrencial, les animara a ello,
hasta alcanzar un extraño paroxismo, gozoso fruto de una comunión increíble
entre hombre y naturaleza.
De
regreso a la tienda, ya muy tarde, la tormenta amainaba y me dormí al arrullo
de una lluvia cada vez más suave mientras los truenos se alejaban, hasta
quedar la noche en un silencio sólo roto por el fragor del río que bajaba
bravo, imponente, poderoso. Y al arrullo también de aquellas jotas que
quedaron para siempre en mi memoria.
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