Distancia
de seguridad.
En
un vehículo en movimiento, distancia que es necesario mantener con el vehículo
precedente para evitar colisionar con él en caso de que frene de manera brusca.
Esta
es lo que la RAE dice de la frase en cuestión que, hasta hace muy poco, se
refería exclusivamente al ámbito de la circulación. Ahora, como bien sabemos,
tiene un nuevo significado que podríamos enunciar así:
Entre
dos personas quietas o en movimiento, distancia que es necesario mantener entre
ellas para evitar que el “mil veces maldito bicho” salte de una a otra,
desgraciándole a uno de ellos, o a ambos, la vida, en mayor o menor medida.
Bien.
Pues igual que en la carretera hay mucha gente que se pasa por el arco de
triunfo eso de la distancia de seguridad, en la vida cotidiana de esta
anormalidad permanente en la que vivimos, también hay quien ignora olímpicamente este concepto.
Anteayer
mismo, en la cola de las cajas de un centro comercial, cola con sus rayitas en
el suelo y sus advertencias pertinentes, una señora estuvo, todo el tiempo, pegadita a nosotros
de un modo absolutamente agobiante.
Mi
mirada directa y furibunda no surtió efecto, visto lo cual pensé en decirle
algo así como, "amantísima señora, sería usted tan amable de no atosigarnos y
respetar la distancia de seguridad; mire las rayitas del suelo, por favor.
Muchas gracias y que Dios se lo pague en hijos". Aunque creo que ya no estaba en
edad de eso.
También
había una tercera opción. Decirle, señora, no me sea gilipollas y póngase
detrás de la puta rayita o llamo a seguridad, imbécil, bueno imbécila. Pero
esta última opción pensé que era un poco más comprometida, sin embargo es la
que me pedía el cuerpo.
¿Qué
hice? Nada, tan solo mirarla, lo que fue inútil del todo.
Ayer
mismo, fui a una carnicería de un pueblecito de Castellón con intención de
comprar la cena. El establecimiento tenía dos puertas. En ambas ponía lo de
mascarilla obligatoria, lo de la distancia de seguridad y un aforo máximo de
seis personas. Pues bien, aquello era un putiferio. En el interior había una
familia de seis parloteando y decidiendo si comprar chuletas, entrecotes,
morcillas o rabo de culebra, mientras por ambas puertas la gente entraba y
salía a mirar y hacer sus compras pese a que una señora y yo, en una de las puertas, sin entrar, esperábamos a ser atendidos. La puntilla vino cuando un
aborigen entró, colándose por el morro, con la mascarilla por la barbilla, a
comprar su cena. En ese momento el aforo sería de trece o catorce personas.
Me
dije, en fin, cenaremos otra cosa. Y me fui. Porque decir, ni a las buenas ni a
las malas, a esa familia, qué diablos hacían los seis ahí dentro tanto tiempo; a los que
entraban sin más, que había que hacer cola; y al de la mascarilla por la
barbilla, que se la pusiera como toca, era inútil y quizá hasta peligroso.
O
sea que tampoco hice nada.
Así
que me fui mascando una cierta impotencia y pensando que aún nos pasa poco. Que
si el maldito bicho sigue haciendo de
las suyas es, en parte, por el elevado porcentaje de gilipollas descerebrados
que viven entre nosotros.
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