Quiero
hacerle un hueco en el blog al atleta Diego Méntrida, como agradecimiento y
homenaje a su gesto que, como se dice ahora, se ha hecho viral. Y con razón.
Va el
cuarto en la carrera, y ve cómo el que va por delante se despista y pierde unos
segundos preciosos, con lo que él le adelanta; medalla de bronce. Se ve como
titubea, se para y le deja pasar, renunciando a una legítima medalla. No tenía
por qué haberlo hecho. Nadie le hubiera reprochado el no hacerlo. La
competición es la competición, y respetando las reglas, lo importante es ganar.
También fuera de ellas, piensan muchos.
Sí, en
el mundo del deporte y en el de la vida hay tres niveles, porque la vida, de
algún modo, es también una competición. El nivel más bajo, feo, sucio y
rastrero; el de quien busca ganar, caiga quien caiga, a cualquier precio, más
allá de reglas, normas y principios morales. El segundo nivel es el de quien
para lograr sus objetivos sí respeta normas y reglas, pero no hay principios
morales. Esas normas y esas reglar son su moral, y mientras no las quebrante
está actuando bien, piensa.
Y el
tercer nivel es el de Diego. Más allá de normas y reglas antepone unos
principios morales que pueden hacerle actuar incluso en contra de él mismo. Eso
es extraño, lo ha sido siempre, por eso es noticia. Y por eso causa admiración.
Habrá
quien no entenderá ese comportamiento, incluso quien lo desprecie diciendo algo
así como ese tío es gilipollas, así no llegará a nada en la vida; será un
perdedor. Pero también habrá quien, como yo, lo considerará todo un caballero,
y mucho más que un caballero, un hombre de esos cuya presencia entre nosotros
nos dignifica y justifica.
Si
como cuenta la Biblia, para salvar a las ciudades de Sodoma y Gomorra, Lot le
dice a Dios, tras un curioso regateo, que si hay un solo justo las perdone, podríamos decir nosotros ahora, Señor, ahí vive Diego. Y no caería fuego sobre la
ciudad.
Pero
hay más Diegos, ¿no? Menos mal. Los hay, aunque sus actos no se hagan virales.
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