Soy de
otra generación, del siglo pasado, de otros tiempos, decidlo como queráis, pero
el hecho es que cada vez entiendo menos a la sociedad en la que vivo. Y me hago
a un lado y dejo pasar; digo, corred, corred, no sé por qué ni hacia dónde, pero
corred si es lo que queréis; no seré yo quien os lo impida.
Y lo
digo textualmente, porque es lo que me pasa cada vez más. He de pararme y
hacerme a un lado del camino o del sendero porque baja o sube alguien corriendo
o en bicicleta. Sobre todo, si bajan, te llevas más de un susto; y algunos
hasta se ofenden porque no te apartas a tiempo. A “su” tiempo, que no es el
“mío”.
Todos
corren. ¡Qué raro es encontrar a alguien andando! Ayer mismo, el crepúsculo fue
prodigioso, soberbio; lo disfruté, ralenticé el paso para gozarlo mejor, para
ver mejor, para escuchar mejor, para oler mejor los aromas del monte…
No
juzgo. No digo que lo que yo hago sea mejor o más bueno que lo que hacían esos
dos que corrían charlando sin cesar, o ese otro que me adelantó lanzado cuesta
abajo con su bici. Sólo digo que no lo entiendo, que no me gusta. Y que
haciendo lo que yo hago, cada vez veo menos gente. Por eso digo que “mi” tiempo
está pasando, pero esa evidencia no me perturba; aunque sí que me queda una
desazón, y es pensar que esa forma nueva de acercarse al monte, corriendo,
siempre corriendo, no sea más que una muestra muy clara de cómo muchísima gente
se acerca a la vida, vive la vida.
Y eso
sí que no es bueno, porque el precio es acabar viviendo fuera de nosotros
mismos, en una carrera hacia ninguna parte. Quizá una huida a la desesperada.
¿De quién? ¿De qué?
Y como
ya he dicho, eso sí que no es bueno.
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