El fin
de semana de mi cumpleaños pudimos llegar con el coche hasta La Besurta, en el
valle de Benasque, al atardecer. No había nadie.
He de
reconocer que rincones como estos, y así, me encogen el alma, pero también me
atraen poderosamente. El frío, el silencio, la soledad, el paisaje en blanco y
negro, las altas cimas, los glaciares allá arriba, los bosques a sus pies…
Era un
ambiente duro, serio, sin concesiones el que se respiraba allí aquella tarde.
No era acogedor, sin embargo yo me sentía como en casa. Y aunque la perspectiva
de una buena cena y una habitación confortable en el hotel era muy agradable,
no lo hubiera sido menos la de acampar entre unos pinos, y bien abastecidos y
abrigados, esperar a la noche y a la nevada que se avecinaba.
Y pensar
desde la calidez del saco, en la tienda, en los rigores de una naturaleza que
recupera, con el otoño, su grandeza y de algún modo su dignidad. Y estar allí para vivirlo.
Escuchar la ventisca, la nieve caer en la lona de la tienda, encogerse en el
saco calentito y seco, y dejar que pase el tiempo, mientras te entregas
plácidamente al sueño. Pensar que, poco a poco, mientras la nieve cubre la
tienda, vas formando parte de la montaña; sentir al fin que ya eres montaña.
Dormir
soñando, cuando pase la borrasca, en la inmensidad blanca de laderas vírgenes, de cumbres recortadas en
un cielo azul intenso que parecen llamarte, que de hecho me llaman todos y cada
uno de los días de mi vida.
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