Este poema
está dedicado a un atardecer que disfruté recientemente. Él me lo inspiró. Las
fotos que hay después recuerdan sólo pálidamente lo que fue contemplarlo en el
monte.
“Esa placidez sin nombre,
esa serenidad armoniosa y divina
que vive en el sinfín del horizonte”,
dice el poeta.
Pero aquel crepúsculo poco tuvo
de plácido, sereno y armonioso;
quizá sí de divino.
El sinfín del horizonte
era brutal,
caótico,
extraño.
Sangre, carbón y oro
contra un cielo azul intenso.
Y frío,
frío,
frío.
Mas qué inmensa belleza,
qué arrebatadora belleza,
qué atormentada belleza.
También sin nombre.
Más allá de las palabras,
el día se inmoló a si mismo
cayendo en la noche
envuelto, cual mortaja,
en inmensa,
arrebatadora,
atormentada belleza.
J.Q.S.
NOTA: El poeta es Juan Ramón Jiménez, y los versos están en
el capítulo 7 de Platero y yo, titulado, El loco.
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