Tengo
un amigo, buen y viejo amigo (no porque sea viejo, sino porque es amigo de
muchos años), que ha trabajado toda su vida en educación; pero en el cuartel
general, no en la trinchera.
Por
cuestiones que no vienen a cuento, ha acabado recalando en un instituto público
como profesor de a pie, por decirlo de algún modo, y ahí se ha dado cuenta, de
golpe y porrazo, de qué va en realidad esto de la educación.
¿Y
sabéis qué es lo que dice?
Que le
da una inmensa pena el panorama que ha descubierto. Le dan pena los alumnos,
las primeras víctimas, una pena infinita. Le dan pena los profesores, incluso
los que creen estar a gusto en la farsa absurda en la que viven. Y se da pena a
sí mismo, hasta el punto de no querer confesar de qué trabaja, y desear
ardientemente la jubilación.
Y me
río, con risa amarga, cuando me lo dice, porque yo hace mucho tiempo que ya se
lo decía. La educación está en caída libre, víctima de pedagogos de despacho
(estómagos agradecidos muchos de ellos), de políticos ineptos e indecentes, y
de una sociedad sin norte que se autodestruye a través de la educación.
Víctima también de una manipulación ideológica propia y natural en una
dictadura militar, pero inaceptable en una democracia.
Pues
esto quería decir esta mañana gris y lluviosa de noviembre, tristona pero
encantadora, en la que saboreo con fruición el haberme jubilado ya, habiendo
salido así del mundo de la educación que, pudiendo ser tan hermoso, y lo fue,
da ahora, como dice mi amigo, una inmensa pena.
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