Ha
sido un día extraño, meteorológicamente hablando. Una mañana soleada y ventosa,
como estaba previsto, pero de repente, hacia la hora de comer, una masa nubosa
ha entrado por el norte trayendo una leve precipitación (incluso en el momento
más fuerte he visto volar algunos copos de nieve arrastrados por el viento) que
no ha llegado ni a un litro, un viento muy fuerte y un bajón brusco de las
temperaturas, para luego quedarse gris y el viento en calma. Y al atardecer,
hacia el norte, se ha vuelto a despejar.
No era
desde luego lo previsto, pero me ha gustado. Aunque a veces me equivoque, por
muchas agencias de meteorología que consulte, me gusta esa capacidad que tiene
la naturaleza de escaparse a nuestro control. Es, después de todo, una cura de
humildad que los humanos necesitamos, no ya de vez en cuando, sino todos los
días.
Porque
como dice el salmo, aunque Dios nos haya dado las llaves de la Tierra, la
Tierra no la hemos creado nosotros, ni somos sus amos y señores. Somos parte de
ella, y su destino será el nuestro.
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