Andaba
yo un día de estos con Roberta (la moto), por esos mundos de Dios, cuando se
hizo la hora de comer. Entré en el pueblo más próximo. Un buen plato de arroz
al horno y una cervezota con un carajillo para finalizar, y otra vez a los
caminos.
Hacía
calor, mucho calor, y me dirigí a un rincón umbrío que conozco por aquellos
lares para reposar la comida en condiciones. No había nadie, como era de
suponer. Cogí una piedra que me pareció adecuada y envuelta en la camisa se
convirtió en cómoda almohada, y sobre la hierba, aún verde, junto a la fuente,
y a la sombra acogedora de un frondoso castaño, me tumbé cuan largo soy.
Contemplaba
sobre mí, la “cúpula verde, toda pintada de cénit azul” como diría, en hermosa
metáfora, Juan Ramón Jiménez, mientras escuchaba los pájaros, el viento en las
copas de los árboles, arces, castaños, nogales, pinos, y el incesante murmullo
de la fuente. Contemplaba, escuchaba, sentía el viento, allí un punto fresco, y
me fui adormeciendo, mientras me venían a la mente aquellas palabras de Fray
Luis de León, “¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruïdo, y sigue
la escondida senda, por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han
sido…,” y llegado al punto en el que dice “Despiértenme las aves con su cantar
sabroso no aprendido; no los cuidados graves de que es siempre seguido el que
al ajeno arbitrio está atenido”, me dejé caer en lo hondo del sueño, confiado en que las aves
me despertaran.
Cuando hora y media después abrí los ojos, dos forestales, o como habría que decir
ahora, un forestal y una forestala, me contemplaban desde el camino, a
unos cincuenta metros. Es muy posible que me
miraran con una cierta envidia, viéndome en tan plácido lugar entregado
al reposo, pero de lo que sí estoy casi seguro es de que no repararon en que no
estuve solo, velaron mi sueño Fray Luis de León y Juan Ramón Jiménez.
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