No es
motivo de alegría para mí haber salido del estado de alarma, sino de honda
preocupación. Y la causa es muy clara; son cuestiones políticas y económicas, y
no sanitarias, las que nos han llevado al momento en el que estamos.
Y no
hace falta ser muy inteligente para saber que la política y la economía no
tienen alma, y que nosotros, las personas, desde su perspectiva, no somos más
que peones en un tablero de ajedrez.
¿Por
qué digo esto? Porque hemos llegado al punto más siniestro y oscuro de esta
tristísima historia. El equilibrio imposible entre salud y economía. Equilibrio
al que los políticos llegarán, haciéndolo posible, con un factor corrector que nunca reconocerán,
pero que existe.
Todos
saben que es pronto para normalizar la situación por muchas distancias,
mascarillas y geles hidroalcohólicos. Pronto para flexibilizar la movilidad,
pronto para permitir muchas actividades culturales y de ocio, pronto para
relanzar la hostelería, pronto para abrir fronteras…Pero es que la economía no
puede seguir aguantando restricciones sin una quiebra total. Y eso también es verdad.
Entonces
llega el factor corrector. Para alcanzar un equilibrio entre economía y salud
hay que asumir un número de contagios y de muertes que imagino que estará más o
menos calculado. Además, económicamente las muertes suponen un cierto desahogo,
pues se producen mayoritariamente entre quienes consumen pero no producen. Y las que afectan a “ciudadanos
productivos” son estadísticamente poco significativas; daños colaterales. Asumir esto
es el factor corrector para lograr el equilibrio.
Soy
consciente de la siniestra atrocidad de lo que acabo de decir, y quisiera
pensar que es mentira, fruto de mi angustia, mi incertidumbre y mi malestar.
Fruto de la desconfianza absoluta en nuestros políticos. Fruto quizá de la
frustración de haber llegado a la jubilación para encontrarme con esto. No lo
sé. Quisiera pensar que me estoy rayando, como dicen ahora.
Pero
es la única explicación que encuentro a lo que está pasando. Y siento si a
alguien, al leer esto, se le ha roto la burbuja de alegre inconsciencia en la
que la estúpida nueva normalidad le había instalado. Lo siento, de verdad.
Porque
sé que se vive mejor sin enterarse de lo que pasa, sin mirarle la cara al
monstruo que acecha, metiendo la cabeza entre las plumas, para no ver qué
ocurre alrededor. Se vive mejor sin pensar.
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