Me
dicen los que me conocen que menos mal que me jubilé a tiempo. Y no
precisamente por este desastre histórico con el que me he topado cuando aún no
había tenido tiempo de saborear mi nueva situación.
El
motivo para esto es otro. La absurda y delirante deriva del sistema educativo
que está, ya hace tiempo, en el terreno de lo ridículo, incluso de lo patético,
es decir de lo que da pena.
Puedo
decir, tras 38 años de labor docente, que no he visto casi ningún avance
significativo, ninguna mejora real, desde que empecé hasta hoy. Y las pocas que
ha habido quedan totalmente eclipsadas por la abrumadora cantidad de
despropósitos que han ido erosionando el sistema y haciendo un daño
incalculable a las sucesivas generaciones, daño cuyas consecuencias pagamos ya
y seguiremos pagando.
A la
incapacidad de ponerse de acuerdo los políticos en materia educativa, lo que
demuestra su incapacidad para todo lo demás, hay que añadir los continuos
inventos y ocurrencias de teóricos e intelectuales que tratan a alumnos y
maestros como ratas de laboratorio con las que hacer experimentos de los que
obtienen pingues dividendos, rodeados de un buen número de aduladores
interesados en obtener una porción del pastel.
Por
otra parte la manipulación ideológica de escuelas, institutos y universidades
es extrema desde hace mucho tiempo en demasiados centros, comparable en
ocasiones a la que había en los tiempos más duros del franquismo. También la
judicialización de la labor docente, junto a una legislación que considera al
profesor culpable mientras no se demuestre lo contrario, hacen que su tarea sea
un continuo sinvivir, andando siempre con pies de plomo por lo que pueda pasar.
Además,
dada la situación, nadie se atreve a mirar a la cara al sistema educativo. Y
esto tiene también tres consecuencias indeseables. La primera, la utilización
de un lenguaje hermético y ridículo, lleno de anglicismos y siglas, para no
llamar a nada por su nombre, porque no sería políticamente correcto hacerlo. La
segunda, la creación de una burocracia farragosa, agobiante e inútil que hace
perder miles de horas que bien se podrían dedicar a tareas más provechosas. La
tercera, un afán desmedido por bajar el nivel de exigencia buscando, parece
ser, el triunfo de la mediocridad, para lo que se ha llegado al desprecio de
los niños y jóvenes que quieren y pueden, haciéndolos naufragar en un mar de
esfuerzos sin sentido y sin futuro, a no ser que se pongan en manos de centros
privados y exclusivos.
En
estos momentos se ve todo esto muy claro. Y no por el maldito bicho, que algo
ha ayudado a que se vea más claro, sino por la propia dinámica del sistema que,
en circunstancias normales, estaría igual de mal que está. El último invento,
después de sufrir innumerables simplezas sobre la evaluación haciéndola
imposible, cuando no falsa; pasando por el golpe bajo a los niños con
necesidades educativas especiales, con el pretexto de la integración; y también
por las incoherencias y contradicciones del llamado trabajo cooperativo, es el
cuento de los ámbitos que ya está haciendo perder mucho tiempo y exasperando a
los que aún conservan memoria de lo que es educar en el cole.
Estoy
convencido que un buen profesional, honesto y con vocación, en tiempos de la
república o de la dictadura, me da igual, lo haría infinitamente mejor de lo
que puede hacerlo hoy el mejor de los maestros, el más preparado de los
profesores, enfangado en la ciénaga absurda en que han convertido a la hermosa
tarea de educar.
Por
eso me dicen que me jubilé a tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario