Voy a
compartir algunas fotos de la excursión de ayer, la primera larga en mucho
tiempo y en la que me encontré con el pastor, encuentro al que he dedicado la
entrada anterior.
He de
decir que el monte estaba soberbio. Una leve entrada de poniente, que luego se
hizo más fuerte, pero sin molestar, mantuvo la atmósfera trasparente, y el
cielo con ese azul profundo que nos trae el oeste.
La
tierra muy verde, con muchas flores, recordaba que había habido una buena
primavera. Los árboles mostraban todos los matices del verde. El intenso de los
pinos, el claro de los chopos, el oscuro de las sabinas…
Los
campos en barbecho; las viñas con sus hojas jóvenes, de un verde brillante; los
cereales, algunos aún verdes, otros ya dorados, que se mecían y susurraban con el
viento, parecían componer una sinfonía a la maltratada agricultura.
Las
rocas, jugando de un modo casi artístico con los grises y los ocres, se
elevaban al cielo, elevándose entre el verde y recortándose en el azul.
Y los
caminos, ya polvorientos, hace falta que llueva otra vez, serpeando entre
campos y montes, tenían toda la belleza y todo el sentido que puede tener un camino.
Esos poemas de Machado, ¿A dónde el camino irá?, o esas palabras del Evangelio, Yo soy el camino, se hacían presentes en mí, acompañándome como una música
íntima y grata.
Tenía
ganas, sí. Muchas ganas. Y valió la pena.
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