Por
fin, después de mucho tiempo, pude pasarme ayer todo el día andando por el monte. En
casi once horas sólo me encontré con unos trabajadores que reparaban una pista
forestal y con un pastor de cabras.
Vi a
lo lejos el polvo que levantaba el rebaño y cómo se acercaban al camino por el
que iba a pasar yo. El pastor también me vio, y con sus perros y las cabras
esperó pacientemente a que llegará a donde él estaba. Con su zurrón, su bastón,
su gorra y una cara tallada por la intemperie, era ciertamente un pastor en estado
puro, de los de siempre.
Me
gusta charlar con los pastores. Y hacerlo caminando, en medio del monte, sin
“bozales”, sin prisas, es todo un placer. Sí, anduvimos juntos un buen rato
charlando de todo un poco.
Tiene
este hombre mi edad, sesenta y cuatro años, y lleva desde los doce de pastor de
cabras. Sus padres murieron, hace ya años, en dos meses los dos. Además es
soltero, con lo que sabe mucho de soledad.
Casi lo primero que me dijo, echando una mirada al paisaje que nos rodeaba, es que le gusta su
forma de vivir. "Me gusta esto", me dijo. "Estás tranquilo, al aire libre, sin que
nadie te moleste…"
"Lo que
pasa", continuó, "es que ya casi no se puede vivir de esto. Lo que gano con las
cabras me lo gasto en cuidarlas. Vivo de subvenciones. No lo entiendo. Antes, hace
treinta, cuarenta años, vivíamos mejor, y yo vivía de mi trabajo".
El
tiempo es siempre tema obligatorio en estos encuentros. "Hoy no lloverá, mañana
quizá sí. Pero que no caiga piedra, haría mucho daño ahora. Yo, en la tele solo
veo el tiempo, eso sí me gusta. Las noticias no". Y me resultó curiosa esta coincidencia
entre él y yo. Yo también veo solo el tiempo. Todo lo otro…, y acabo él mi
frase haciendo un curioso pero claro gesto despectivo.
De ahí
pasamos a hablar del bicho, ¡cómo no! "Yo he seguido igual; todos los días tenía
que sacar a los animales, y solo como voy por estos montes, no había ningún
peligro. Por aquí solo hubo uno que se puso enfermo, y lo pilló en Valencia, en
el hospital, porque bajó a que le operaran de algo; pero se puso bueno".
Luego
pasó a comentar anécdotas de la comarca. Esas pequeñas cosas que forman el día
a día cotidiano, entre las que destaca siempre algo especial que da para hablar
durante mucho tiempo. En este caso me contó lo acaecido hacía unos días en una aldea. "Un fulano, que se le va", e hizo un gesto señalando la cabeza, "que fue
legionario y lo echaron, ¡va ves! le pegó dos tiros a un vecino". Ante mi
asombro, que esperaba, se río y dijo, "de fogueo, pero mal susto le dio. Le
cogió el coche que este hombre tenía abierto a la puerta de unas bodegas que
regenta ¡Eh! que es mi coche, grito. El otro paró, bajó, apuntó y le disparó.
Luego el coche lo encontraron estrellado contra un almendro. De él ni rastro.
La Guardia Civil lo ha buscado con helicóptero y todo. No sé si lo habrán
encontrado".
Espero
no encontrármelo yo, dije. Aún me quedan quince kilómetros y mucho bosque hasta
el coche.
Andábamos
y el rebaño, a unos diez metros, nos seguía. Cada vez que nos deteníamos las
cabras se paraban manteniendo siempre la misma distancia. Y esperaban
apaciblemente a que reemprendiéramos la marcha. Los perritos, esos perros
pastores tan feúchos como eficaces e inteligentes, lo controlaban.
Llegados
a un punto nos despedimos. Nuestros caminos se separaban. Apretaba el calor y se iba a llevar al rebaño a unas sombras que conocía a que descansaran, y luego a un
paraje donde había abundante hierba.
Yo
continué mi marcha en una espléndida tarde de primavera ya estival, atento por
si me salía el Rambo de la pistola de fogueo tras algún pino. Y disfrutando de
un cielo de poniente impresionante y de una tierra aún muy verde y con mucha
agua.
Y el
pastor se quedó allá arriba, con sus perros, sus cabras, su soledad, y esa bendición
de amar lo que haces y gozar con ello.
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