Federico
García Lorca cumple hoy 122 años. Y digo que cumple hoy, porque estoy convencido
de que es así. La literatura rompe las barreras del tiempo y del espacio y
permite que alguien con quien nunca coincidimos ni en lugar ni tiempo alguno,
entre en casa y se siente junto a nosotros cuando leemos sus palabras. Es
bonito pensar esto.
Como
humilde homenaje a este maestro de la literatura, voy a compartir un poema de
su libro Poeta en Nueva York, sencillamente impresionante. Un libro en el que
denuncia ese modo de vida, para tantos deseable, pero que él encuentra oscuro y
sin raíces.
Pese
al lenguaje surrealista, no es difícil de entender, pues la fuerza y la
contundencia de las imágenes, pintadas con un asombroso juego de palabras,
hablan por sí solas.
La
aurora de Nueva York tiene
cuatro
columnas de cieno
y un
huracán de negras palomas
que
chapotean las aguas podridas.
La
aurora de Nueva York gime
por
las inmensas escaleras
buscando
entre las aristas
nardos
de angustia dibujada.
La
aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque
allí no hay mañana ni esperanza posible.
A
veces las monedas en enjambres furiosos
taladran
y devoran abandonados niños.
Los
primeros que salen comprenden con sus huesos
que no
habrá paraíso ni amores deshojados;
saben
que van al cieno de números y leyes,
a los
juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz
es sepultada por cadenas y ruidos
en
impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por
los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como
recién salidas de un naufragio de sangre.
Se le
quitan a uno las ganas de ir a Nueva York, ¿verdad? Impresionante la forma de
describir el impacto que le causo esta ciudad.
La
aurora, palabra de por sí bonita, asociada a la luz de un nuevo día, está
rodeada de cieno y envuelta por violentas bandadas de palomas negras que
chapotean en las aguas podridas. No hay blancas palomas volando en el cielo
azul y limpio.
Por
eso la aurora gime, arrastrándose por la geometría dura de un mundo de cemento,
acero y cristal. Angustia, agobio. Y a esa terrible aurora no le espera nadie,
no le saluda nadie, porque la aurora nos abre al futuro y allí no hay futuro.
Manda
el dinero. El amo y señor. Amo y señor sin compasión. Ni los niños quedan a
salvo. Es terrible la imagen: "A veces las monedas en enjambres furiosos taladran
y devoran abandonados niños". Siempre me ha impresionado visualizar estas
palabras durísimas. Niños abandonados, taladrados y devorados por las monedas,
en enjambres furiosos. Por el dinero. Da escalofríos.
Y los
que sobreviven saben que no van a ningún lugar digno de ser habitado. Han
experimentado en lo más hondo de su ser "que no habrá paraísos ni amores
deshojados". ¡Cuánta verdad hay en la descripción de ese mundo cenagoso de "números y leyes, de juegos sin arte, de sudores sin fruto!" Tan parecido al
nuestro. ¿O es el nuestro?
Un
mundo oscuro, siniestro, donde la luz queda sepultada por cadenas y ruidos que imponen un reto
impúdico, sucio, de ciencia vana, hueca, sin raíces.
¿Y qué
hace las personas en una ciudad así, en un mundo así? Vagar vacilantes,
insomnes, "como recién salidas de un naufragio de sangre". Brutales también los
últimos dos versos.
No, a
Lorca Nueva York no le gustó, y sintió la necesidad de denunciar lo que allí
vio. Y pienso que lo que allí vio se parece demasiado al mundo en el que
vivimos; en unos ambientes más que en otros, desde luego, pero se parece
demasiado.
Y para
no acabar de modo tan negro, voy a decir que un buen amigo mío visitó hace
algún tiempo Nueva York y le gustó, le
gustó mucho. Pero creo que todo lo bueno que pueda tener esa ciudad, que lo
tiene, no debe hacernos olvidar que ese Nueva York negro, del que habla Lorca, al
que denuncia, símbolo de nuestro mundo, también existe.
Como
Teruel.
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