La
verdad sobre ciertos hechos históricos sólo se conocerá muchísimo tiempo
después de que hayan acontecido, si llega a saberse; sobre todo si estos hechos
han tenido importantes consecuencias. Y esto es un serio problema, pues conocer
la verdad puede ayudar tanto a afrontar la situación creada, como a prevenirla
en eventuales futuras ocasiones.
Hablo hoy
del origen de la pandemia. Veo dos posibles causas; una natural y otra humana,
y aunque en este caso el resultado es el mismo, saber a ciencia cierta lo que
realmente ha sucedido podría sernos útil; no sé cómo, pero pienso que sí podría
servirnos de algo.
La
causa natural no es extraña a la ciencia. En determinadas especies, la
superpoblación, que puede agotar el ecosistema que la sustenta y destruir así a
dicha especie, es controlada espontáneamente por epidemias que diezman la
población, restableciéndose así el equilibrio y asegurándose la sostenibilidad
de la especie. Además, estas epidemias se ceban en los individuos más débiles,
por los motivos que sean, mejorando así también la carga genética. Sistema brutal
pero eficaz.
El
hecho de que “el bicho” surgiera en China, un país superpoblado, en un momento
de crecimiento acelerado de la población mundial, por los avances de la
medicina y la ausencia de guerras masivas, resulta sospechoso.
La
otra causa posible es la humana. No sería descabellado pensar que en algún laboratorio,
más o menos oficial, se les hubiera ido de las manos un experimento biológico
en el que estuvieran trabajando, vete tú a saber con qué objetivo. Porque no me
atrevo pensar que haya sido algo intencionado; no hace falta tal horror, me
quedo con el error.
En
cualquier caso, el hermetismo del régimen chino, su poco respeto a los derechos
humanos, y los ocultos y oscuros entresijos de la geopolítica y la economía
internacionales, hacen verosímiles ambas hipótesis, aunque como he dicho,
prefiero pensar que no hay voluntad humana detrás de todo esto; como máximo,
error.
No sé.
Lo que sí sé es que no sabremos cómo ni por qué ha empezado todo esto que ha
cambiado de arriba abajo nuestras vidas. Como tampoco sabremos cuándo acabará,
ni cómo será el mundo cuando de verdad acabe.
El único margen que nos queda es aferrarnos con uñas y dientes
a la dignidad humana, al derecho de todos a la vida y a la libertad, y plantar
cara a las ciegas leyes naturales, y a la infinita capacidad del hombre de
hacerse daño.
Y tras beber, como estamos haciendo, el amargo cáliz de
nuestra vulnerabilidad, resistir y esperar, mientras vamos reconstruyendo un
mundo que no debería ser el que era antes de la pandemia.
Entonces, y solo entonces, este azote, natural o humano,
que no divino, habrá servido para algo, y los millones de víctimas, y no hablo
solo de los que pagan esto con la vida, no habrán hecho un sacrificio en balde.
Y
algún día, en un futuro lejano, quizá se sepa qué ocurrió para que el mundo en
el que tan seguros nos sentíamos, se nos deshiciera entre las manos. Y es
posible que saber eso les sirva a ellos para evitar que vuelva a suceder.
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