Me
gusta mucho andar por los montes, y no sólo por el hecho de estar en la
naturaleza y descubrir nuevos horizontes, nuevas sendas y caminos; de gozar de
los crepúsculos, del cielo, siempre distinto, de la noche; de aguantar el
viento, la lluvia, el frío y el calor; de disfrutar del día plácido; de
cansarme…
Me
gusta todo esto, pero no sólo todo esto. No menos me gusta la compañía del
amigo, del grupo, siempre pequeño (los grandes grupos me agobian). Y esos baretes
donde tan feliz he sido; eso también me gusta. El almuerzo temprano, antes de
la ruta, o la comida si la ruta pasa por el pueblo, o la cena al acabar,
satisfechos y cansados, celebrando lo que sea.
Naturaleza,
esfuerzo, grata compañía y buen comer en cualquiera de esos “paraísos” que
tanto echamos de menos. Ese es el paquete completo. Y ese es el que me gusta y
el que quiero.
Yo
sigo saliendo mucho al monte (quizá para no convertirme en larva) pero solo, y
sin ese punto de “gracia y salero” que le da entrar en alguno de los muchos
bares que conozco por los pueblos. El monte, a palo seco. Soledad y esfuerzo; austeridad.
Y
aunque así también me gusta, reconozco que se me hace duro; aunque me ha
permitido extraer una conclusión. Como consecuencia de todo esto, creo que mi
amor por la montaña está sobradamente "purificado".
Pero
ya está bien de purificaciones, ¿no? Digo yo.
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