Contemplando
un día de estos este panorama, pensé que era eso que estaba viendo, sentado en
una roca en el monte, lo que todos estamos esperando. Luz que rompa el cielo
oscuro que ha caído sobre el mundo va a hacer ya casi un año. Un cielo cerrado
a cal y canto.
Es
mucho el dolor y el sufrimiento; cada uno tiene el suyo. Y saber que el momento
en que vuelva la luz está muy lejos, hace más intenso ese dolor y ese
sufrimiento. Y la esperanza, poco a poco, se va apagando. Y la tristeza va
filtrándose por todas partes, como la humedad, como el frío.
Estos pensamientos tuve yo, contemplando este impresionante atardecer en la soledad y el silencio de la montaña, hasta que cayó la noche. Era una noche muy oscura. No encendí la linterna. Regresé despacio, caminando con cuidado, escuchando la vida que a esas horas bulle en el pinar.
Al fin
vi a lo lejos las luces del pueblo, y me resultaron acogedoras. Pensé entonces
que en esta oscuridad en la que vivimos, necesitamos todos, las luces de un “pueblo”
donde sentirnos acogidos.
Es
importante tener ese “pueblo”. Cada uno ha de buscar el suyo, hasta que
amanezca y acabe por fin esta larga noche que nos ha tocado vivir. Y si nos
tropezamos con gente que no lo encuentra, si podemos, debemos ayudarle a
encontrarlo.
Porque
hacer eso es encender una velita, algo de luz; humilde, pero luz. Y cuantas más
velitas haya encendidas, más luz habrá. Es la única que ahora podemos gozar.
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