He
hecho hoy una excursión que me ha dejado un sabor agridulce. La ascensión al
Capurutxo de Fuente la Higuera y alguna que otra montaña más de la zona. Pero
el objetivo era el Capurutxo.
Es
esta una montaña de 901 metros, bonita y esbelta, coronada por una cruz, y que
preside el pueblo de un modo rotundo. A sus pies, en una pequeña loma, está la
blanca ermita de Santa Bárbara.
Están
estos parajes y estos nombres muy dentro de mí de un modo muy grato y
entrañable. Es Fuente la Higuera el pueblo de mi abuela materna y el lugar
donde mi madre, en su infancia y juventud, fue feliz. Y yo también; no en mi
juventud, porque no fui mucho siendo joven, pero si en mi infancia. Los veranos
pasados allí me marcaron tan profundamente, que determinaron en gran medida mi
apego a la naturaleza y a la vida rural, que sigue creciendo día a día.
Cuando
hoy he llegado a la cima, estaba haciendo algo más que coronar una montaña. He
estado un largo rato, solo, refugiado del viento, contemplando y recordando… Y
eran tan bonitos, tan dulces, tan gratos los recuerdos.
Esto
ha sido la parte dulce, muy dulce. La agria ha sido lo que llaman progreso, que
quizás deba serlo, pero no me gusta el precio que ha habido que pagar; al menos
allí.
Era
Fuente la Higuera un apacible pueblo, extendido al pie de su montaña, con su
ermita blanca, su carretera nacional, (peligrosa, por cierto) y su vía del tren
con su túnel, y una estación que aún podría dibujar si supiera. Montes, campos,
fuentes, heredades y deliciosos caminos unían todo creando un paisaje acogedor,
donde la naturaleza y hombre convivían en perfecta armonía. Así lo recuerdo.
Hoy el
paisaje está troceado por dos autopistas y dos vías férreas. Junto a la ermita
hay una fea antena, y entre ésta y la montaña otra antena enorme. Y no hay
silencio; el ruido del tráfico me ha acompañado todo el día.
Es
este el precio que ha pagado el pueblo por estar situado en una zona
estratégica de comunicaciones. El alto precio por el progreso imparable. Un
precio que no sé si realmente compensará a los vecinos. Quisiera que así fuera,
que su sacrificio les sea al menos útil.
No es
esto una crítica. Es solo una reflexión. La reflexión de alguien que tras
rebasar ya los sesenta y cinco años, recuerda con infinito cariño, que allí fue
un niño feliz. Que aquel pueblo de entonces, aquellas gentes, aquellos campos y
aquellas montañas marcaron su vida. Y que igual que aquel niño ya no existe,
tampoco existe el mundo en el que vivió. Pero en aquel mundo están muchas de
las raíces de lo que ha sido mi vida.
Es el
paso del tiempo…
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