FRASES PARA PENSAR.

SE DARÁ TIEMPO AL TIEMPO,
QUE SUELE DAR DULCE SALIDA A MUCHAS AMARGAS DIFICULTADES.

Cervantes en el Quijote.

martes, 13 de agosto de 2013

El hombre de los caracoles. Una extraña historia real.

Los hechos que a voy a narrar son rigurosamente ciertos. Sucedieron el 13 de agosto de 1980, hace hoy treinta y tres años exactamente.
Estábamos acabando una travesía por el Pirineo que habíamos iniciado en el valle de Salenques y que, pasando por Benasque, acabaría en Viella. La última parte de la travesía, de Benasque a Viella, la hicimos Paco, Mª José y yo, y consistía en pasar al valle de Arán por el Coll de Toro, y luego, por la Artiga de Lin y la Baricauba, llegar a Viella. Allí, tras cenar y dormir en los soportales del ayuntamiento, a las 5 de la mañana, tomaríamos el autobús a Lérida y de allí, vía Tarragona, llegaríamos en tren a Valencia. ¡Qué viajes los de entonces!
El caso es que el 11 acampamos en la Valleta de la Escaleta, a los pies del citado collado. La noche era estrellada y fría.
A la mañana  siguiente, observamos cómo la niebla se colaba por el collado cayendo hacia nosotros, lo que iba a complicar la travesía, pues nunca habíamos pasado por allí y sabíamos que el camino no estaba claro. Por precaución marcamos la ruta con la brújula y el mapa y, tras desayunar, desmontar y abrigarnos bien, nos adentramos en la niebla cargados como burros, con las pesadas mochilas de travesía.
Ascender al collado y bordear el lago fue fácil. El descenso por la vertiente norte sería otra historia. Al principio los mojones coincidían con la ruta trazada con la brújula y con los rastros de sendero, pero pronto las trazas de camino con sus alentadores montoncitos de piedras y la brújula, indicaron rutas diferentes.
Entonces decidimos fiarnos del impreciso y mal señalizado sendero. La pendiente fue aumentando gradualmente, la niebla se espesaba a medida que descendíamos y por fin los hitos y cualquier vestigio de camino desaparecieron.
Estábamos en medio de la niebla, muy cargados y además en unas laderas desconocidas. Decidimos seguir descendiendo poco a poco, pero la pendiente era cada vez más fuerte. Al fin tuvimos que sacar los piolets e ir clavándolos en la hierba alta y mojada para no resbalar. El avance era lentísimo y cuando movíamos alguna piedra la oíamos rodar y perderse en abismos que no veíamos pero que intuíamos muy próximos. Errábamos envueltos en una niebla impenetrable, cansados, totalmente mojados, nerviosos, perdidos…y el día avanzando hacia la noche. La montaña nos había atrapado. Sabíamos que si resbalábamos no nos podríamos parar, rodaríamos como las piedras hacia… ¿hacia adónde?
Y en ese momento oímos voces. ¿Eran reales? Recuerdo que callamos, aguzamos el oído, y en el silencio de la montaña oscura y cerrada, escuchamos una palabra que se repetía con insistencia: ¡arriba, arriba!  Sólo una palabra. Y buscamos la voz. Clavando el pico del piolet ascendimos por la ladera brutalmente empinada, dándonos entonces cuenta de por dónde estábamos bajando. Subimos un buen rato orientándonos por la voz que repetía: ¡arriba, arriba! Por fin, vimos a alguien difuminado por la niebla; era quien nos llamaba. Fuimos hacia él. Cuando le vimos ya de cerca, nos sorprendió. Tengo la imagen grabada en mi mente. Era un hombre de mediana edad, alto, de complexión recia. Vestía pantalón de pana marrón y un suéter de lana o algo parecido, verde oscuro. Llevaba al hombro un zurrón, en una mano un bastón, y en la otra ¡una bolsita de caracoles!
Nada más llegar a él nos dijo: “Por mal camino ibais muchachos. Por ahí por donde estabais, hace poco, se mataron tres como vosotros. ¿A dónde vais un día así por aquí? La niebla es muy peligrosa”.
Le explicamos nuestra aventura y nuestras intenciones y él nos indicó el camino correcto, dándonos precisas instrucciones. Debíamos seguir en horizontal desde donde estábamos, en la dirección que él nos indicó, hasta llegar a un bosque de hayas. Adentrarnos en él y sin perder ni ganar altura, atravesarlo hasta un torrente. Tras el torrente encontraríamos un buen sendero que nos bajaría al valle.
Y así lo hicimos. Recuerdo que pronto fue otra vez silueta en la niebla y enseguida sólo una voz que decía “vais bien, vais bien”. Y recuerdo también que pensé, ¿cómo sabe que vamos bien si no se ve nada?
De nuevo el silencio, la soledad, la oscuridad…pero siguiendo sus instrucciones llegamos, ya tarde, al refugio de la Artiga de Lin, donde pasamos noche con una pareja de alicantinos, a los que narramos,  junto al fuego, nuestra historia que desde el primer momento tuvo sabor de misterio, de leyenda…
El día siguiente, amaneció azul, radiante. Y cuando al salir del refugio vimos las paredes por las que estuvimos a punto de precipitarnos, nos entró un escalofrío, aún me entra cuando las veo, y se agolparon las preguntas. ¿Qué hacía aquel hombre, solo, allí arriba, en aquellas laderas y paredes, lejos de los pastos y los rediles, buscando caracoles en medio de una niebla espesa, a muchísimos horas de cualquier pueblo...? Parecía un pastor, pero por allí no había ganado. No era un montañero, eso era evidente. ¿Cómo nos vio? No pudo vernos. Nos oiría. Pero no hablábamos alto, no hacia falta, y cuando nosotros lo oímos, estábamos lejos de él, nos costó llegar hasta él. ¿Cómo nos oyó?
Preguntas sin respuesta que nos llevaban al límite mismo de lo real, que nos abocaban al misterio. Lo único que al fin nos quedó claro es que alguien, en el último momento, nos salvó la vida. Sí, fuera quien fuera, viniera de donde viniera, hiciera lo que hiciera, estuvo en el momento preciso y en el sitio justo para salvarnos la vida. Aún hoy le doy gracias a Dios por aquel hombre.
Pero esta historia no se había acabado todavía, aunque en realidad no le hacía falta nada más para resultar increíble. Entonces no sabíamos que quedaba una segunda parte.
Dos años después, estaba yo haciendo “la mili” en Madrid, en la División Acorazada. Allí pronto me hice muy amigo de un compañero que era de Manresa y que se llamaba Pep; era también montañero, lo que nos unió enseguida.
Un buen día, le conté esta historia tal y como os la estoy contando. Observé que me escuchaba muy atentamente. Cuando acabé me dijo: “repíteme la descripción del hombre que os encontrasteis allí arriba”. Lo hice. No olvidaré nunca lo que entonces me dijo, muy serio. “Mira, yo no creo en estas cosas, pero cuando me has descrito a aquel hombre que os salvó la vida justo en el Coll de Toro, me ha dado un escalofrío, porque allí, en aquellas paredes se mató, hace ya unos cuantos años, un amigo de mi padre que coincide asombrosamente con la descripción del hombre que dices que os salvó”.
Y entonces el escalofrío lo sentí yo.


***

Esta es la historia real, historia que ya conoce mucha gente y que  al pasar de boca en boca, sé que ha ido desfigurándose, entrando así en el reino de los cuentos y las leyendas. Es bonito que así sea, aunque en este caso no haría falta desfiguración alguna. La historia es tan extraña, tan redonda que ya parece leyenda. Pero yo sé que no lo es. Alguien, hace 33 años, tal día como hoy, nos salvó la vida. Y esto no es una leyenda; por extraño y misterioso que parezca fue algo absolutamente real.



Valleta de la Escaleta. Aquí acampamos la noche anterior a ""la aventura".
El lago del Coll de Toro envuelto en  niebla.
Refugio de la Artiga de Lin, donde pasamos  noche tras "la aventura".
El Coll de Toro al día siguiente. Se ven los precipicios hacia los que íbamos.
Empezando a descender la Artiga de Lin.
Panorama de la Artiga de Lin. Al fondo se ve el Coll de Toro.
Viella hace 33 años.

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