Pensaba
ayer en el evangelio que había escuchado en la iglesia; primer domingo de Cuaresma.
Entre las muchas posibles lecturas de dicho evangelio, todas complementarias
entre sí, siempre me ha llamado poderosamente la atención la que nos dice cuáles
son las tres grandes tentaciones que tenemos las personas, el poder, el dinero
y el prestigio, lo que también remarcó el párroco en la homilía.
Y me
llama la atención porque es espantosamente cierto. A todos nos pasa. Todos
tenemos que hacer frente a estas tentaciones día tras día. Y a veces caemos en
ellas aun teniéndolo claro y no queriendo. El mismo Jesús las tuvo.
El
deseo de hacer lo que nos dé la gana con quien nos dé la gana, y cuando nos dé
la gana, el placer de sentirnos por encima de los demás y de saber que nuestras
decisiones influyen en los otros… Hay que tener el coco muy bien amueblado para
no dejarse arrastrar por estos impulsos, dicho en plan coloquial.
El
tener la capacidad de acceder a todo lo que se nos antoja, más allá de las
necesidades reales, y saber que podemos comprar lo que queramos y
cuando queramos, y a menudo a quien queramos, es algo también muy deseable.
El ser
admirado y respetado, el saber que eres modelo y ejemplo para muchos que se
mueren de envidia por ser como tú, el tener muchos seguidores en las redes
sociales, el ser objeto de reverencias y pleitesías, es también plato de muy
buen gusto para casi todos.
Querer
esto es natural y muy humano. No hay más que ver a los niños. Si no media una
educación determinada, no cualquiera, orientarán su vida a la consecución de
esos objetivos desde la más tierna infancia. ¿A qué chiquillo no le gusta ser el
líder de la clase, con todo lo que eso conlleva? Conseguir todos sus caprichos
y ¡ya!; y que le digan lo mono que es, lo bien que lo hace
todo, lo estupendo que juega al fútbol…
Y
mucha gente, demasiada para que el mundo ande bien, orienta su vida, casi desde
la cuna, al culto a estos tres dioses, poder, dinero y prestigio. Y para ello
vale todo. El fin justifica los medios. Y esto rompe la sociedad por mil
sitios, y destruye a quien a eso dedica su vida, en la dimensión que sea.
Ni el
poder, ni el dinero ni el prestigio, son Dios. Son incluso menos importantes
que cualquier persona, al menos desde un punto de vista moral. Y si entregamos
la vida a algo inferior a nosotros mismos, la devaluamos hasta arruinarla.
Ahora
bien, si el poder nos llega por nuestra capacidad de liderazgo, de servir, de
trabajar, de consensuar, de empatizar y lo ponemos al servicio de los demás, y
no al nuestro, estaremos haciendo lo correcto.
Como
lo hacemos con el dinero y nuestras posesiones, cuando nos llegan como fruto de
un trabajo honesto. Y cuando esto lo empleamos con austeridad y lo utilizamos también
para compartirlo con quienes nos rodean y sobre todo con quienes más lo necesitan.
También esto es lo correcto.
Y si
somos admirados, respetados, seguidos por la gente, no porque nuestra vida esté
orientada a lograr eso, sino porque la vivimos con coherencia y sencillez, y
eso se nota, agradeciendo los agasajos y reconocimientos, pero no haciendo las
cosas con el objeto de conseguirlos, estaremos también haciendo lo correcto.
Es
patético, que significa que da pena verlo, el ver a la gente ansiar el poder y
pelearse por él, dedicar la vida a acumular y acumular sin llegar a vivirla
nunca, e hincharse como pavos reales cuando sienten satisfecha su vanidad y su
soberbia y amargados y deprimidos cuando esto no es así.
En
todas partes y todos los días podemos contemplar este lamentable espectáculo,
pero en el mundo de la política en concreto adquiere tonos muy vigorosos y
tiene además consecuencias desastrosas.
Pero
esto ya sería tema de otra entrada.
No, ni
el poder, ni el dinero, ni el prestigio nos dan la felicidad si nuestra vida se
centra en alcanzarlos. Nunca. Otra cosa es que nos lleguen como consecuencia de
nuestra forma de vivir, pero entonces serán instrumentos a nuestro servicio
para el bien de los demás y el nuestro propio.
Esta
es mi reflexión.
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