Es un
árbol feo, deforme; parece que perdió una parte de su copa ocupada ahora por un
muñón que se aferra a la vida. Está además también en una zona fea, de estas ni
urbana ni rural, con basura, trastos viejos allí tirados y excrementos de los
perros que sacan a pasear. También su futuro es incierto, pues donde ahora vive
es de esos terrenos que más pronto o más tarde serán recalificados.
Un
excluido. Tiene un hoy triste y un mañana incierto. Como los leprosos que aparecen en
el Evangelio, los excluidos más rotundamente excluidos. Y además solo. No hay
ningún algarrobo cerca, todos están lejos, a distancia.
Había
pasado muchas veces junto a él sin verlo siquiera, pero un día de estos caí en
la cuenta de su existencia, y sabéis por qué; porque a su alrededor, el pequeño
trozo de tierra en el que vive, estaba roturado. Alguien se había tomado la
molestia de cuidarlo.
Y
pensé, ¡cuántos “algarrobos” hay en
el mundo como este! Pero sin que nadie los cuide.
Está
cerca, podéis visitarlo. Saliendo del aparcamiento de la piscina hacia la montaña,
a la derecha del camino, antes de llegar a la carretera.
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