FRASES PARA PENSAR.

SE DARÁ TIEMPO AL TIEMPO,
QUE SUELE DAR DULCE SALIDA A MUCHAS AMARGAS DIFICULTADES.

Cervantes en el Quijote.

domingo, 7 de mayo de 2017

La Madre.Un poema de Dámaso Alonso.


El Día de la Madre es, a veces, ñoño. A veces muy ñoño. Ñoñísimo. Y es una lástima porque si hay algo que está en las antípodas de la ñoñería es una madre. La concepción, el embarazo, el parto y ese segundo parto, a menudo más doloroso que el primero, que supone entregar el niño al mundo mientras va dejando de ser niño, tiene bien poco de ñoño. Luego, a veces, el reconocimiento de la entrega de toda una vida. Otras veces, el olvido…
Por eso, huyendo de la ñoñería, en este Día de la Madre, os propongo una aventura literaria seria, honda, impresionante. Voy a compartir un poema largo, muy largo, de Dámaso Alonso. Está en su libro, Hijos de la Ira, y se titula La Madre.
Atreveos con él. Como la buena poesía hay que leerla muchas veces. Quizá tras la primera lectura entendamos poco. Volvedla a leer. Entrad en ella. No os preocupéis tanto de entender cada verso como de dejaros arrastrar por el torbellino de imágenes en el que os sumergiréis. Y sentid, sentid.
El poeta le habla a su madre, ya mayor, y sueña que ella es una niña, y él un niño, un amigo, o quizá su hermano pequeño, y juntos se sumergen en el río, andan por la ribera, van al colegio, caminan por el bosque… Y en esa complicidad de la infancia gozan el uno del otro, se hacen confidencias, como cuando el hijo le dice, "víveme siempre ausente de tus años, del sucio mundo hostil, de mi egoísmo de hombre, de mis palabras duras".
Y cuando al fin, la madre duerma, el hijo le dirá, "Madre, no temas. Dulcemente arrullada, dormirás en el bosque el más profundo sueño. Espérame en tu sueño. Espera allí a tu hijo, madre mía."


No me digas
que estás llena de arrugas, que estás llena de sueño,
que se te han caído los dientes,
que ya no puedes con tus pobres remos hinchados,
deformados por el veneno del reuma.

No importa, madre, no importa.
Tú eres siempre joven,
eres una niña,
tienes once años.
Oh, sí, tú eres para mí eso: una candorosa niña.

Y verás que es verdad si te sumerges en esas lentas aguas,
en esas aguas poderosas,
que te han traído a esta ribera desolada.
Sumérgete, nada a contracorriente, cierra los ojos,
y cuando llegues, espera allí a tu hijo.
Porque yo también voy a sumergirme en mi niñez
antigua,
pero las aguas que tengo que remontar hasta casi
la fuente,
son mucho más poderosas, son aguas turbias, como
teñidas de sangre.
Óyelas, desde tu sueño, cómo rugen,
cómo quieren llevarse al pobre nadador.
¡Pobre del nadador que somorguja y bucea en ese
mar salobre de la memoria!

... Ya ves: ya hemos llegado.
¿No es una maravilla que los dos hayamos arribado
a esta prodigiosa ribera de nuestra infancia?
Sí, así es como a veces fondean un mismo día en
el puerto de Singapur dos naves,
y la una viene de Nueva Zelanda, la otra de Brest.
Así hemos llegado los dos, ahora, juntos.
Y ésta es la única realidad, la única maravillosa
realidad:
que tú eres una niña y que yo soy un niño.

¿Lo ves, madre?
No se te olvide nunca que todo lo demás es mentira,
que esto solo es verdad, la única verdad.
Verdad, tu trenza muy apretada, como la de esas niñas
acabaditas de peinar ahora,
tu trenza, en la que se marcan tan bien los brillantes
lóbulos del trenzado,
tu trenza, en cuyo extremo pende, inverosímil, un
pequeño lacito rojo;
verdad, tus medias azules, anilladas de blanco, y las
puntillas de los pantalones que te asoman por
debajo de la falda;
verdad tu carita alegre, un poco enrojecida, y la
tristeza de tus ojos.
(Ah, ¿por qué está siempre la tristeza en el fondo
de la alegría?)
¿Y a dónde vas ahora? ¿Vas camino del colegio?

Ah, niña mía, madre,
yo, niño también, un poco mayor, iré a tu lado,
te serviré de guía,
te defenderé galantemente de todas las brutalidades
de mis compañeros,
te buscaré flores,
me subiré a las tapias para cogerte las moras más
negras, las más llenas de jugo,
te buscaré grillos reales, de esos cuyo cricrí es como
un choque de campanitas de plata.
¡Qué felices los dos, a orillas del río, ahora que va a
ser el verano!
A nuestro paso van saltando las ranas verdes,
van saltando, van saltando al agua las ranas verdes:
es como un hilo continuo de ranas verdes,
que fuera repulgando la orilla, hilvanando la orilla
con el río.
¡Oh qué felices los dos juntos, solos en esta mañana!
Ves: todavía hay rocío de la noche; llevamos los
zapatos llenos de deslumbrantes gotitas.

¿O es que prefieres que yo sea tu hermanito menor?
Sí, lo prefieres.
Seré tu hermanito menor, niña mía, hermana mía,
madre mía.
¡Es tan fácil!
Nos pararemos un momento en medio del camino,
para que tú me subas los pantalones,
y para que me suenes las narices, que me hace mucha
falta
(porque estoy llorando; sí, porque ahora estoy llorando).

No. No debo llorar, porque estamos en el bosque.
Tú ya conoces las delicias del bosque (las conoces
por los cuentos,
porque tú nunca has debido estar en un bosque,
o por lo menos no has estado nunca en esta deliciosa
soledad, con tu hermanito).
Mira, esa llama rubia que velocísimamente repiquetea
las ramas de los pinos,
esa llama que como un rayo se deja caer al suelo,
y que ahora de un bote salta a mi hombro,
no es fuego, no es llama, es una ardilla.
¡No toques, no toques ese joyel, no toques esos diamantes!
¡Qué luces de fuego dan, del verde más puro, del
tristísimo y virginal amarillo, del blanco creador,
del más hiriente blanco!
¡No, no lo toques!: es una tela de araña, cuajada de
gotas de rocío.
Y esa sensación que ahora tienes de una ausencia
invisible, como una bella tristeza, ese acompasado
y ligerísimo rumor de pies lejanos, ese vacío, 
ese presentimiento súbito del bosque,
es la fuga de los corzos. ¿No has visto nunca corzas
en huida?
¡Las maravillas del bosque! Ah, son innumerables; nunca
te las podría enseñar todas, tendríamos
para toda una vida...

... para toda una vida. He mirado, de pronto, y he
visto tu bello rostro lleno de arrugas,
el torpor de tus queridas manos deformadas,
y tus cansados ojos llenos de lágrimas que tiemblan.
Madre mía, no llores: víveme siempre en sueño.
Vive, víveme siempre ausente de tus años, del sucio mundo
hostil, de mi egoísmo de hombre, de mis
palabras duras.
Duerme ligeramente en ese bosque prodigioso de tu
inocencia,
en ese bosque que crearon al par tu inocencia y mi
llanto.
Oye, oye allí siempre cómo te silba las tonadas nuevas
 tu hijo, tu hermanito, para arrullarte el sueño.

No tengas miedo, madre. Mira, un día ese tu sueño
cándido se te hará de repente más profundo y
más nítido.
Siempre en el bosque de la primera mañana, siempre
en el bosque nuestro.
Pero ahora ya serán las ardillas, lindas, veloces
llamas, llamitas de verdad;
y las telas de araña, celestes pedrerías;
y la huida de corzas, la fuga secular de las estrellas
a la busca de Dios.
Y yo te seguiré arrullando el sueño oscuro, te
seguiré cantando.
Tú oirás la oculta música, la música que rige el
universo.
Y allá en tu sueño, madre, tú creerás que es tu hijo
quien la envía. Tal vez sea verdad: que un corazón
es lo que mueve el mundo.
Madre, no temas. Dulcemente arrullada, dormirás en
el bosque el más profundo sueño.
Espérame en tu sueño. Espera allí a tu hijo, 
madre mía.

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