Hoy,
cuando se cumplen 25 años del secuestro y luego asesinato de Miguel Ángel
Blanco, quiero sumarme a todos los millones de ciudadanos que de un modo
público o privado recuerdan a aquel chaval que debería estar hoy entre
nosotros.
Duele
recordar aquellos días, y duelen muchos de los acontecimientos posteriores y
actuales que no hacen justicia, no solo a Miguel Ángel, sino a todos los que
murieron víctimas del fanatismo y la barbarie.
¿Cómo
hay gente capaz de hacer eso? La respuesta es sencilla. Gente así ha habido a
lo largo de la historia por una razón: la idolatría. En la Biblia, tanto en al
Antiguo como en el nuevo Testamento, se presenta como una de las fuentes del
mal.
Me
explico. Cuando elevamos a la categoría de lo absoluto, nuestra idea de Dios,
en la religión; nuestra ideología, en la política; o una utopía más o menos
fundamentada, como en los nacionalismos radicales y excluyentes, sacralizamos
esa creación nuestra, aunque nos creamos ateos, y la convertimos en nuestro dios,
y el hombre, los hombres, pasan a un segundo plano.
Los
sacrificios humanos a los dioses se han dado siempre y siguen dándose
actualmente. Lo hicimos los cristianos en las Edad Media, los comunistas en
Rusia y los nazis en Europa no hace tanto, los islamistas radicales ahora, la
ETA durante largos años, y todos los políticos que anteponen su ideología al
bienestar de la gente, todos los días. Y hay más, pero baste esto como ejemplo.
Cierto
que hay grados. Desde el asesinato hasta el desprecio, la exclusión, la
persecución, el aislamiento… Pero la raíz es la misma.
Lo
absoluto es el hombre, cada ser humano real y concreto, su vida, su libertad,
su dignidad. Y en cristiano también, desde que Dios, al que no conocemos, se
hizo hombre en Jesús. Es lo único que sabemos de Dios: Jesús de Nazaret, el
Cristo. Y no hay más ley que la de amarnos unos a otros, que es amar a Dios.
Eso nos dijo Él.
Anteponemos
el sábado al hombre. ¿Por qué? Idolatría. Somos capaces de inclinarnos ante nuestro dios hasta matar. Ejecutar la sentencia dictada es un honor para todos sus fieles, dice el salmo 149. La independencia de Euskadi era el dios de aquella gente. ¡Qué
dios tan terrible y tan triste!
Y la
voz de Dios, del verdadero Dios sigue preguntando a sus asesinos, a los
simpatizantes de los asesinos, a los indiferentes ante aquel horror, a los que
se alían con ellos por un supuesto bien superior, y a todos nosotros, ¿dónde
está tu hermano Miguel Ángel?
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