Esta mesa es una bomba biológica. |
Lo que
no es posible es imposible, claro, y lo demás son cuentos. Y es imposible
reanudar la vida social, e incluso familiar, en las condiciones actuales, por
mucho que nos quieran hacer creer que sí. Porque para poder quedar a cenar con
unos amigos en casa, pongamos que cuatro, si queremos hacerlo con seguridad…
En la
puerta, antes que nada, ya lo sabemos; ni besos, ni abrazos, ni apretones de
manos. Como más esa infumable estupidez del codo. Y eso sí, lavarnos bien las
manos con gel, y no olvidarnos de no tocarnos la cara aunque nos pique un tigre
de esos, o las gotas de sudor nos hagan cosquillitas.
Ya en
casa, el hecho es que no tenemos normalmente mesas que nos permitan estar a
metro y medio, unos de otros. Imaginad, sólo para seis personas, qué mesa y que
espacio haría falta. Toda una señora mesa, y un jardín, o una buena terraza, o
un garaje, o un castillo medieval..., pero claro, no todo el mundo dispone de
mesas así y de espacios como estos.
En
segundo lugar deberíamos llevar puesto siempre el bozal, excepto cuando comamos
o bebamos, lo que es, aparte de insufrible, dificilísimo. Sin contar con que,
si hacemos esto, tendremos que estar toqueteándolo continuamente, sin saber muy
bien donde dejarlo en cada momento.
Luego
cada uno debe tener, desde el primer momento, su plato. Sus aceitunas, sus
papas, sus clóchinas valencianas, su sepia, sus calamares, su ración de ensalada, su plato
de paella. Lo de sus cubiertos es lo único normal. Imaginad qué cantidad de
platos. Lo he calculado; para seis, una comida como la descrita, sin contar
postre y café, la friolera de 42 platitos.
Tampoco
podemos compartir botella alguna, vino incluido, por lo que, o bebemos
botellines que sólo nosotros tocamos, o
servimos el vino cogiendo la botella con un paño individual o con tu propia
servilleta. Tampoco jarras de agua o cerveza colectivas.
También
deberíamos estar al aire libre; no todos pueden. Y el que pueda, aguantando el
calor que el aire acondicionado proporcionaría en el caso de poder encerrarse.
Y
cuando acabemos de comer o cenar, aun con el bozal puesto, dicen los expertos
que la sobremesa debe ser breve o no ser. O sea que pronto, cada uno a su casa.
Y no
entro en si las sillas en las que me he sentado estaban desinfectadas, o la
mesa, o el pomo de la puerta, o si el aseo al que he tenido que ir estaba libre
del virus. ¿Y el botón del agua del inodoro? ¡Lo he tocado! Porque apretarlo
con el codo es bien difícil. Otra vez el gel.
En
fin. Aún hay más precauciones y restricciones para poder hacer vida social con
seguridad, aunque solo con estas ya se te quitan las ganas de salir de casa y
de quedar con nadie. Al menos a mí. Porque vamos a ver, ¿quién puede quedar a
cenar con los amigos con las condiciones arriba expuestas? ¿Quién? ¿Y para qué
si tras todo el engorro no hay ni sobremesa?
La
otra opción es asumir que hacer todo eso es imposible, por lo que no lo hago,
quedo, que ganas no me faltan, y si me pilla, me pilla. Lo que sucede es que en
ese caso aún me dirían, ya te lo dije. Y además, la preocupación por haber
podido pasarlo a otros.
La
disyuntiva es difícil. O renuncio a los amigos, a los que necesito, en favor de
la seguridad; o sacrifico la seguridad, mía y de los demás, en aras de mis
amigos. La situación es pues absurda. Sí, esta es la nueva normalidad que tiene
de normalidad lo que yo de arzobispo, y que pretende hacernos creer que hemos
superado lo que estamos muy lejos de superar.
Dicen
que para vencer la pandemia hay que adaptarse a ella. Es posible. Pero si
adaptarse a ella es asumir como normal lo que en modo alguno es normal, yo no
me adapto ni me adaptaré, porque ni me gusta comulgar con ruedas de molino, ni
acepto la cuadratura del círculo.
Quizá
haya otras formas de vencerla. Las busco, las sigo buscando; aunque de momento
no he encontrado salida a la situación, ni veo luz al final del túnel.
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