Decía
la señora por su móvil, "ahora todavía aguantamos, porque esos señores están de
vacaciones, pero cuando vuelvan en septiembre, nos encierran a todos otra vez,
y entonces será la ruina total".
Pensé,
espero que no tenga razón. Que no sea cierto que el criterio para no hacer nada más radical
contra el virus, sea las vacaciones de verano, entre otros del todo inconfesables.
Continué
caminando y me encontré con dos jovenzuelas que debía hacer mucho tiempo que no
se veían y que, por lo visto, debían quererse muchísimo, pues con el bozal por
la garganta como iban, no dudaron en darse dos sonoros besazos y un efusivo y
largo abrazo.
¡Qué
ganas de hacer lo mismo! Pero yo me aguanto las ganas, ellas no. Ellas no se
aguantan nada, son jóvenes, ¡pobrecitas! Están muy liberadas.
Un
poco más adelante, dobla la esquina un señor enorme, calvo y con gafas,
atributos estos de los que igual él no es responsable. Pero sí lo es de no
llevar el bozal en ningún sitio, ni para disimular siquiera, e ir tosiendo de un modo
brutal y desenfrenado, con una tos de esas que suenan feas de narices, que dan
repelús, y más ahora.
¡Lástima
de policía para clavarle los 100 euros! ¡Qué iba a decirle yo, pequeñito y
escuchimizado que soy!; de un soplido me tumba. Además, si me acerco a él, ¡quién
sabe que había en esa horripilante tos!
Y
llegué a mi destino. Había tardado diez minutos... Y deseé con toda mi alma coger todos mis aperos de
acampada, e irnos, Isabel y yo, a uno de esos rincones del Pirineo donde sé que
nadie nos encontraría, montarnos un refugio cómodo, y volver a la civilización
cada quince días, a por comida. Y punto.
Y así,
el otoño, el invierno, la primavera, otro verano, otro otoño, otro invierno…Hasta
que este mundo vuelva a ser... habitable.
Echaría
de menos familia y amigos, y poco más. Pero no, no podemos. Es solo un sueño.
Quizá sería más fácil exiliarnos a una granjita en Islandia, o al norte de
Noruega o Suecia. Pero tampoco podemos. También es un sueño.
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