Tenemos
unos rosales en la terraza, que esta primavera florecieron de modo espectacular;
pero cuando llegó el verano empezaron a ir a menos, y estas últimas semanas
estaban que daban pena.
Me
gusta intentar entender qué necesitan las plantas observándolas, y vi que los rosales
me pedían ayuda. Los entendí, me decían que, al igual que yo, no soportaban ese
sol inclemente que les castigaba todos los días. Cierto que los tenía sin
protección alguna, expuestos a la brutalidad estival del astro rey, que dicen.
Igual habría que decir del astro presidente de la república. No sé.
El
caso es que los cambié de sitio, poniéndolos entre sol y sombra, y protegidos
de esas horas atroces de la tarde, las tres, las cuatro, las cinco… Mano de santo.
En
unos pocos días han recuperado las hojas un verde intenso, y han surgido
vigorosos brotes rojos por todas partes. Y las pequeñas rositas, que a duras
penas florecían, empiezan a lucir ahora, espléndidas, entre el follaje. Todo
augura una nueva floración masiva y espectacular.
Porque
están en su sitio. Y no he podido menos que pensar que eso no les pasa solo a
las plantas, también les pasa a los animales y nos pasa a las personas. Como
pez fuera del agua, boquean, boqueamos hasta morir, cuando las circunstancias de
la vida, cual sol implacable, nos asfixian, y no hay nadie que quiera o pueda
llevarnos a un lugar entre sol y sombra.
Pero
yo sí he entendido a mis rosales, y como he podido hacerlo, les he dado lo que vi que necesitaban. Y
ellos me lo han agradecido enseguida. Y eso me alegra. Empatía con el rosal,
largamente recompensada.
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