Era
muy temprano, recién salido el sol tras las montañas, cuando vi la manada de
sarrios. En un primer momento, sin demasiada prisa, se alejaron de mí, pero
pronto se pararon y mientras unos hacían sus cosas, otros me miraban. Yo seguí
avanzando, parecían no tener intención de moverse, por lo que tendría que pasar
entre ellos para seguir la ruta hacia las cimas a las que iba.
No es
la primera vez que me pasa, y me gusta, me gusta mucho. Quizá sea porque iba
solo, en silencio, andando y porque mi indumentaria, siempre en tonos muy
discretos, no destaca en el entorno. Y ya sé que es un riesgo, pero es un
riesgo que asumo a cambio de experiencias como esta.
Pero
cuando ya estaba muy cerca de ellos un grito los espantó y en un santiamén
desaparecieron por una vertiginosa ladera. Me contrarió un poco. Busqué al
autor del grito y no vi a nadie por ninguna parte. Seguí ascendiendo y poco
después descubrí quién había gritado.
Había
sido un “grito profesional”. Un pastor, francés para más datos, estaba
reuniendo a sus ovejas, dispersas por la montaña para bajarlas al valle. Se
acerca el otoño y estaban más de 2700 metros.
Nos
cruzamos, nos saludamos, y él siguió descendiendo con sus dos perros que le
conducían el rebaño hacia pastos más bajos. Y yo seguí mi camino hacia la cima
que se recortaba en un cielo perfectamente azul.
Y
desapareció mi contrariedad, porque esa mañana todos estábamos donde debíamos
estar. Los sarrios, las ovejas, el pastor con sus perros y yo mismo. Y el que
me hubiera espantado a la manada entra dentro del equilibrio natural de la
montaña. Equilibrio entre el pastor y el montañero; entre los perros, las
ovejas y los sarrios. Un antiguo equilibrio que, elementos extraños, están
rompiendo.
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