Ayer
por la tarde pude escaparme un rato al monte recién llovido, algo poco
frecuente por estas tierras desde hace ya tiempo, y fue un auténtico deleite para los sentidos.
Deambulé
por una de las zonas menos frecuentadas y mejor conservadas de la Calderona sin
encontrarme, en diez kilómetros, con nadie.
El
silencio, adornado más que roto, por los cantos de las aves. El aroma a tierra
húmeda y a vegetal vivo y en primavera. El verde intenso del pinar limpio; el
cielo gris a ratos, en el que un sol turbio pero cálido aparecía fugazmente en el azul, cambiando el paisaje. El tacto suave del musgo y el paso amable sobre los
campos mullidos. El sabor intenso de un buen puñado de espárragos que recogí y
comí, crudos, allí mismo.
Sí, un
deleite para todos los sentidos. Y un lujo para el espíritu que se sosiega, que
se libera, que se siente purificado, limpio, nuevo, como si viajara a un tiempo
remoto en que la creación era aún una niña bonita, un niño bonito, que acababa
de estrenar la vida.
Llegué
al coche con las últimas luces en el cielo. En el pinar ya era noche cerrada. Y
di gracias a Dios por el regalo de esa tarde. Por haberlo tenido y haberlo
sabido gozar.
los creyentes dicen que uno debe ascender para hablar con Dios, los que no tienen esa creencia, piensan que en estos lugares uno siente menos soledad que en medio de la ciudad
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