Salgo
poco por zonas habitadas desde hace ya tiempo. Y casi cada vez que salgo vuelvo
con alguna historia que contar. La de hoy la voy a contar, por eso del
desahogo.
He
tenido que ir a correos y, como es natural había cola. Me he situado, en la
acera, a dos respetuosos metros de la señora que tenía delante. Hasta ahí bien,
¿verdad? Es lo que hay que hacer. Distancia de seguridad, mascarilla, pócima
hidroalcohólica y ventilación. Seguridad total, o casi.
Más he
aquí que, unos momentos después, un fornido, enorme y rosadito jovenzuelo se ha
puesto a la cola detrás de mí. Sí, detrás de mí, tan detrás, tan detrás, que
con la bolsa que llevaba rozaba mi corporeidad.
¿Qué
hacer? He probado a acercarme un poco a la señora que tenía delante con la
esperanza de que se quedara donde estaba, más no; para mi espanto avanzaba
conmigo.
La
otra opción era decirle, "amantísimo jovenzuelo, en buena hora nacido, ¿tienes a
bien respetar los dos putos metros de seguridad que hay que respetar para
quitarnos pronto esta mierda, con perdón, de encima?" Pero lo que me pedía el
cuerpo era decirle, "tú eres tonto o meas de canto, tira patrás".
Y en
estas cábalas estaba yo, cuando me ha llegado el turno, lo que ha sido un
alivio. Porque la verdad, dijera lo que dijera, si la respuesta hubiera sido
inadecuada (la única adecuada sería decir, perdón y apartarse) me hubiera enfadado mucho, pero me hubiera
tenido que tragar el enfado, y eso no es bueno.
Porque
la posibilidad de arrear un mamporro no la contemplo nunca, y en el caso de que en un arranque de ira lo hubiera hecho, en este caso al menos, mi cuerpo
serrano, que no era más que una pulguita frente a sus abundantes y prietas carnes,
hubiera podido quedar muy maltrecho.
Por
eso, y mientras no cambien las cosas, donde mejor estoy es en casa o en el
monte, rodeado de pinos, algarrobos y bichos que sí respetan la distancia de
seguridad, excepto los insectos; pero ahora están tranquilitos.
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