Había acabado mi primer año de carrera y andaba
mareado con eso de la vocación, dándole vueltas a qué quería hacer con mi vida.
Fue un verano importante aquel.
El caso es que de modo accidental, fui a parar un día
de principios de julio, con mi bici, a la puerta de la casa que los misioneros
combonianos tenían y tienen en Moncada. Y aquello tuvo consecuencias.
Pero no es de mí de lo que quiero hablar en esta
entrada, sino de la persona que allí encontré y que hoy, cuarenta años después,
puedo decir que fue mi gran orientador, en el sentido más amplio y hermoso de
la palabra.
Estoy hablando del padre Antonio del Pozo, misionero
comboniano, maestro y amigo, que el martes pasado, catorce de abril, falleció
de un infarto en su comunidad de Moncada, donde lo conocí.
Todas las Navidades nos felicitaba, estuviera
donde estuviera. Estas últimas lo hizo desde Moncada, y mi madre me insistió en que fuera a verle, que se alegraría. Y tenía razón. Queriendo visitarle, dejé pasar
el tiempo. Tantas veces postergamos lo verdaderamente importante…Ya no podré
hacerlo, y lo lamento.
Con el padre Antonio viví experiencias que me
marcaron para siempre. Su forma de vivir en comunidad, acogedora y exigente. Su
compromiso con los últimos, con los olvidados de la tierra. Su alegría contagiosa,
profunda, serena. La paz que su presencia trasmitía. La capacidad de escucha,
sabías que te escuchaba del todo, que te escuchaba de verdad. Su palabra
inteligente, abriéndote siempre interrogantes nuevos que te lanzaban a seguir
caminando. Su respeto absoluto y profundo por la libertad de los demás. Su fe
limpia de polvo y paja, cimiento de toda su vida…
Vida que estuvo dedicada a las misiones,
particularmente en Togo, aunque fue a otros lugares, donde también se le
reclamó. También a la formación de nuevos misioneros, tarea esta en cuyo
desempeño yo le conocí. Y en cuidar a su madre, cuando ya anciana necesitó de
su hijo. Él, renunciando a África, su gran pasión misionera, estuvo entonces,
unos años, de párroco en el pueblecito salmantino donde ella nació y vivía,
para estar a su lado, hasta que falleció.
Una vida dedicada a los demás desde lo más hondo del Evangelio. A los de muy lejos, a los de más cerca, a los de al lado mismo. Como
el Maestro, una vida dedicada a los demás hasta el final…
Hablaba el otro día, con un amigo, de la huella, del
reflejo que dejan en nosotros muchas de las personas que nos han precedido. No
siempre es buena esa huella, ese reflejo, y entonces hay que tener el coraje de
borrar la huella, de apagar el reflejo. Pero cuando es buena hay que
reconocerla, que valorarla, que gozarla, y hay que decirlo a los demás, hay que decir, ese
hombre me dio luz, me mostró caminos, dio sentido y esperanza a mi vida. Porque
hay que dar testimonio de lo bueno.
Por eso hoy, con profunda gratitud,
mucho cariño y un punto de nostalgia recuerdo a Antonio del Pozo, reconozco la luz que me dio y pienso que ya estará
junto al Padre, en ese Cielo Nuevo y esa Tierra Nueva a la que él entregó toda
su vida.
Jesús, gracias por ese testimonio. Verdaderamente era así. Le conocí a su regreso de África y me queda de él el recuerdo/reflejo de la bondad, la alegría de los sencillos, el amor sin reserva.
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