FRASES PARA PENSAR.

SE DARÁ TIEMPO AL TIEMPO,
QUE SUELE DAR DULCE SALIDA A MUCHAS AMARGAS DIFICULTADES.

Cervantes en el Quijote.

jueves, 3 de noviembre de 2016

Eso es lo que nos ha dicho mi papá.


Este lunes pasado estábamos, Isabel y yo, cenando con unos amigos en La Eliana, en una terracita con sus estufitas, la mar de a gusto. El interior del establecimiento, donde, por cierto, se come muy bien, estaba lleno.
De repente, una jauría compuesta por seis niños de edades comprendidas, más o menos, entre los cinco y los siete años, emergieron tumultuosamente del interior del bar, donde apaciblemente cenaban sus progenitores, y empezaron a dar la murga.
Ne era una murga normalita, no. Gritos excesivos a todas luces, carreras, revoloteos por entre las mesas, hasta llegaron a meterse debajo de una en la que cenaban tres chavales. Además interrumpían el paso a los camareros que tenían que esquivarlos como podían.
Sus amantísimos padres cenaban, como he dicho, apaciblemente,  aunque hay que decir en honor a la verdad que uno de ellos, siempre muy sonriente, se asomaba de vez en cuando, y parece ser que con amor y misericordia pedagógica les decía algo que no surtía efecto alguno.
En un momento determinado, uno de los chavales de la mesa contigua, harto del escándalo, les dijo a los chiquillos claramente que estaban molestando, y que no gritaran tanto. El mayorcito de los niños, muy mono él y lleno de rulitos (su cabeza, se entiende) le contestó, “eso es lo que nos ha dicho mi papá” y siguió a lo suyo, sin que la advertencia sirviera para nada.
Sus papás seguían cenando pacíficamente, dentro. Nosotros, aguantando a sus retoños fuera.
Molestaban los niños, y molestaba la actitud de los padres. ¿Qué hacer? Los niños, caso no hacían a nadie. Soltarles un sopapo, aunque apetecía, no procedía. Decírselo a los papás era peligroso. Nos quedaba pedir ayuda a los camareros, y eso es lo que hicieron los vecinos de mesa, lo que obtuvo por nuestra parte signos muy explícitos de que nos solidarizábamos con ellos, de que les apoyábamos, de que estábamos también bastante hartos de los chiquillos.
Sus papás seguían cenando pacíficamente dentro. Nosotros, aguantando a sus retoños fuera.
Algo debió decirles el camarero porque, al momento, salió el papá sonriente e introdujo a los niños en el local. Pero a quien molestaron entonces fue a ellos, pues se pusieron en la puerta, y aunque amablemente les pedían que se apartaran, lo hacían un momento, y volvían a la susodicha puerta complicándoles bastante la faena.
Nosotros, al menos, ya  los teníamos algo más lejos y a ratos. Algo es algo. Por fin, con gran parsimonia, las tres parejas de progenitores, seguidos por sus retoños, salieron del bar y nos dejaron, a todos, en paz, y se perdieron en la noche “elianera” envueltos en un aura de civismo y buen hacer pedagógico.
¿Y sabéis qué pensé? ¡Ay, pobres de los maestros que tengan que bregar cada día con semejante chiquillería y poner encima buena cara a sus impresentables papas! Porque fueron ellos, los papás, los que nos molestaron. Los niños, después de todo eran eso, niños, niños sin límites.
Eso no se paga con dinero.

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