Fueron
Carmen y Alberto de las primeras personas que conocí cuando vine a Ribarroja,
en aquel ya lejano campamento de Navalón. Los recuerdo amables y acogedores, y
aunque nunca se lo dije, guardo en mi memoria, con gratitud, su forma de facilitarme la
entrada a un grupo de gente en el que no conocía a nadie.
Nuestros
caminos no se entrelazaron mucho a lo largo de los años, pero Carmen siempre me
resultó una persona muy agradable, con la que las pocas veces que coincidíamos
me sentía cómodo y a gusto. La veía alegre, decida, vital. Me caía muy bien.
Su
temprana muerte resulta dura de asumir, yo diría que imposible, al menos de
momento. Duele mucho, y a su familia y amigos más próximos, el dolor les
resultará insoportable.
Sólo
la fe puede dar algún consuelo, y la esperanza de volver a encontrarse con ella
en ese Cielo Nuevo y esa Tierra Nueva. Pero eso, ahora, se pierde como el agua
entre las manos. A fin de cuentas, Jesús también lloró la muerte de su amigo
Lázaro; y no estaba haciendo teatro.
Cuando
ayer por la mañana, delante de mí, le dieron la noticia a una persona con la
que nos encontramos, la reacción que tuvo me recordó mucho a la que en el
libro El camino, de Miguel Delibes, tuvo Paco el herrero, cuando le dan la
noticia de la muerte de Germán el Tiñoso.
Comparto este fragmento de la novela, como humilde homenaje a Carmen, con la certeza de que Dios la tiene ya junto a Él, y el deseo de que cure el dolor de todos los que aquí lloran y llorarán su ausencia.
Mientras
amortajaban a su amigo, el Moñigo y el Mochuelo fueron a la fragua.
—El
Tiñoso se ha muerto, padre —dijo el Moñigo. Y Paco, el herrero, hubo de
sentarse a pesar de lo grande y fuerte que era, porque la impresión lo anonadaba.
Dijo, luego, como si luchase contra algo que le enervara:
—Los
hombres se hacen; las montañas están hechas ya.
El
Moñigo dijo:
—¿Qué
quieres decir, padre?
—¡Que
bebáis! —dijo Paco, el herrero, casi furioso, y le extendió la bota de vino.
Las
montañas tenían un cariz entenebrecido y luctuoso aquella tarde y los prados y
las callejas y las casas del pueblo y los pájaros y sus acentos. Entonces,
Paco, el herrero, dijo que ellos dos debían encargar una corona fúnebre a la
ciudad como homenaje al amigo perdido y fueron a casa de las Lepóridas y la
encargaron por teléfono. La Camila estaba llorando también, y aunque la
conferencia fue larga no se la quiso cobrar.
Luego
volvieron a casa de Germán, el Tiñoso. Rita, la Tonta, se abrazó al cuello del
Mochuelo y le decía atropelladamente que la perdonase, pero que era como si
pudiese abrazar aún a su hijo, porque él era el mejor amigo de su hijo. Y el
Mochuelo se puso más triste todavía, pensando que cuatro semanas después él se
iría a la ciudad a empezar a progresar y la Rita, que no era tan tonta como decían,
habría de quedarse sin el Tiñoso y sin él para enjugar sus pobres afectos truncados.
También el zapatero les pasó la mano por los hombros y les dijo que les estaba
agradecido porque ellos habían salvado a su hijo en el río, pero que la muerte
se empeñó en llevárselo y contra ella, si se ponía terca, no se conocía
remedio.
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