Andaba
hace algún tiempo en la sierra, por las proximidades de la Cartuja de Portaceli,
cuando en el silencio del monte escuché el tañido de las campanas del
monasterio. Me detuve y sentado en una piedra junto al camino, escuché. El
momento se prolongó, como diría Juan Ramón Jiménez, más allá de sí mismo.
Al
llegar a casa releí el precioso poema sobre las campanas, de Rosalía de Castro,
que comparto ahora. Poema que a más de uno habría que enviárselo y dedicárselo
personalmente.
Yo las
amo, yo las oigo,
cual
oigo el rumor del viento,
el
murmurar de la fuente
o el
balido del cordero.
Como
los pájaros, ellas,
tan
pronto asoma en los cielos
el
primer rayo del alba,
le
saludan con sus ecos.
Y en
sus notas, que van prolongándose
por
los llanos y los cerros,
hay
algo de candoroso,
de
apacible y de halagüeño.
Si por
siempre enmudecieran,
¡qué
tristeza en el aire y el cielo!
¡Qué
silencio en la iglesia!
¡Qué
extrañeza entre los muertos!
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