Decía ayer
que ese concepto de nueva normalidad me entró desde el principio por el ojo
izquierdo, y me mosqueó un montón. De entrada, no sé cómo se puede volver a una
situación en la que nunca se ha estado, o sea nueva. En todo caso sería ir,
pero no volver. Además me suena a esa moda actual, fruto de lo políticamente
correcto, de no llamar a las cosas por su nombre.
Habiendo
trabajado toda mi vida en el ámbito de la educación, sé mucho de eso de retorcer
el lenguaje con tal de no llamar al pan, pan y al vino, vino. Con un sinfín de
siglas, anglicismos y neologismos, del todo innecesarios, han tejido una red
que impide ver la realidad de un sistema educativo desarbolado, caótico, donde casi
nada es lo que parece.
Y temo
que esto de la nueva normalidad sea lo mismo. Un término amable al oído pero falso, un
engañabobos, un narcótico para una sociedad que corre el grave riesgo de
espantarse de su futuro.
Porque
si la nueva normalidad es que la mascarilla y los guantes formarán parte de
nuestro vestuario habitual; que siempre habrá que mantener la llamada distancia
social; que habrá que ir con cuidado para besarnos y abrazarnos, en el caso de
que nos atrevamos a hacerlo; que no
podré abrirme paso hasta la barra para coger un pincho, porque no habrá pinchos
y la barra estará vacía; que si voy al restaurante tendré que hacer siempre reserva;
que los cines y teatros estarán medio vacíos; que no habrá fiestas de esas de
sumergirse en apretada multitud; que no podremos viajar sin más controles que
los de siempre, que ya son; que tendré que desinfectar todo paquete, bolsa o
caja que entre en casa; que me tendré que lavar las manos hasta convertirlo en
obsesión; que durante los diez o doce días después de quedar a cenar con mis
amigos estaré pendiente del termómetro, por si acaso…
Si todo esto que he dicho, y más, va a ser
algo pasajero, muy bien. Se entiende y se acepta, ¡qué remedio! Pero si esto es
lo que llaman nueva normalidad, que lo digan claro. Porque no es normalidad, ni
vieja, ni nueva. Por mucho que se empeñen en ponerle un nombre bonito. Porque
ya sabéis, aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Y vivimos una época en la que se lleva mucho eso de vestir monas de seda, y monos.
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