En
estos tiempos aciagos, de proyectos rotos, expectativas truncadas, futuro
incierto, de un modo instintivo, y a menudo muy a nuestro pesar, nos hacemos
preguntas inquietantes, buscando en las respuestas posibles un asidero donde
agarrarnos para defendernos del vértigo que nos causa esa sensación de
pesadilla de caer al vacío.
Y a
veces sucede que, por casualidad, encontramos a una persona que dice algo que nos
suena a respuesta; una respuesta a la que podemos agarrarnos, aunque en
realidad sea otra pregunta, pero ésta más luminosa.
Y esa
persona puede venir de muy lejos, de muy lejos en el tiempo. Ni más ni menos
que del siglo X viene Abderramán III con estas palabras que, esta tarde de
domingo, comparto sin más comentarios.
He
reinado más de cincuenta años en la victoria o en la paz; amado por mis
súbditos, temido por mis enemigos, y respetado por mis aliados. Riqueza y
honores, poder y placer, aguardaron mi llamada para acudir de inmediato. No
existe terrena bendición que me haya sido esquiva.
En
esta situación he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad:
suman catorce:
(Escrito en su testamento)
(Escrito en su testamento)
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