A mí
no me gustan las películas de terror porque me ponen muy nervioso. De hecho no
veo ninguna. Prefiero quemar la adrenalina sobrante de otras formas.
Y lo que
más miedo me ha dado siempre de estas películas han sido los monstruos, los
bichos, las presencias que están pero que no se ven. Porque el monstruo, el
bicho, la presencia, por fea que sea, por asquerosa, repugnante, babosa,
pringosa, etérea, una vez vista, pierde gran parte de su capacidad terrorífica.
Incluso puede acabar dando un puntito de risa, o mucha.
Porque
lo que de verdad da miedo es el enemigo sin rostro, oculto siempre. Ese enemigo
del que sólo vemos los estragos que causa, pero nunca a él. Ese es el verdadero
terror. Por eso las buenas películas de este género nunca enseñan al monstruo,
o si lo hacen es al final.
La
película de terror que estamos viviendo es de las buenas. El monstruo sabemos
que está, pero no le vemos. Lo sabemos agazapado en el rincón más insospechado,
y no sabemos ni cuándo, ni cómo puede colarse en nuestra vida. Y si lo hace,
sabemos que permanecerá oculto, muy cerca, muy dentro, hasta que se decida, por
sorpresa, a atacarnos.
Y para
que esta película acabe bien hay tres batallas que ganarle al monstruo. La sanitaria,
primero que todo. La económica, tremenda, terrible también. Y la psicológica.
La
batalla sanitaria, la primera, la más importante, que no sabemos cuánto durará.
La batalla económica, que será aún más larga. La batalla psicológica, la más
larga de todas; la batalla contra el miedo.
Habrá
que ganar las tres batallas para ganar esta guerra, y que la película de
auténtico terror, de terror del bueno, que nadie hubiéramos nunca imaginado, y
en la que somos forzosamente actores, acabe bien.
Y
salgamos de un cine abarrotado a buscar un restaurante para cenar, hablando del
próximo viaje por Europa…
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