Me
comentaba un amigo, mayor que yo, ya en la década de los 70, el desasosiego y
la tristeza que le produjo un paseo por Valencia, un día de estos, en su hora
reglamentaria; eso sí. A ese comentario he añadido la imagen, que ya he visto
varias veces, de grupos de jóvenes bien juntitos, charlando, sin mascarillas ni
nada parecido. Y también el rapapolvo que el primer ministro italiano echó hace
poco a la gente joven, por su forma de “normalizar” la situación.
Es
todo lo mismo, ¿verdad? La irresponsabilidad impresionante de demasiada gente
joven en este momento doloroso de nuestra historia. Sí, la imbecilidad de parte
de esa tan cacareada juventud que, en estos difíciles momentos, está
cubriéndose de gloria.
Al
sentimiento de eso a mí no me pasa, muy presente en la gente joven, se le une
el hecho de que esta epidemia no va con ellos, solo ataca, y a veces mata, a
los viejos. ¡Que les den! Yo me voy de fiesta, deben pensar.
Esta
entrada quiere ser una denuncia, lo es. Y una denuncia desde la preocupación y
la indignación. Y sé que no es políticamente correcta, porque ahora no se lleva
hablar mal de la gente joven, aunque se digan verdades como puños.
Sí, ya
sé que no todos los jóvenes son así de gilipollas y de insolidarios. Y que
también hay gilipollas e insolidarios entre los adultos. Lo sé. ¡Faltaba más!
Pero si se hicieran estadísticas de cómo afrontan la desescalada nuestros
jóvenes, nos caería la cara de vergüenza.
El
problema es que a una sociedad que ha elevado a los altares a la juventud, no
se le puede decir, porque no lo aceptará, que a demasiados niñatos les importa
un bledo la enfermedad y la muerte de miles de personas que construyeron el
mundo en el que ellos ahora se divierten. Porque su derecho irrenunciable es,
caiga quien caiga, divertirse.
Y
repito, por si alguien se me ofende. Hay jóvenes responsables y solidarios. Los
hay incluso peleando en el frente más duro de esta guerra. A ellos, mi
admiración y mi respeto. Pero lo dicho anteriormente, pese a esto, sigue siendo
verdad. Creo.
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